De las propiedades del sueño, Sergio Ramírez

Sinesios de Cirene, en el siglo XIV, sostenía en su Tratado sobre los sueños que si un determinado número de personas soñaba al mismo tiempo un hecho igual, éste podía ser llevado a la realidad: “entreguémonos todos entonces, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, ciudadanos y magistrados, habitantes de la ciudad y el campo, artesanos y oradores, a soñar nuestros deseos. No hay privilegiados por la edad, el sexo, la fortuna o la profesión; el reposo se ofrece a todos: es un oráculo que siempre está dispuesto a ser nuestra terrible y silenciosa arma”.

 La misma teoría fue afirmada por los judíos aristotélicos de los siglos XII y XIII (o Sinesios la tomó de ellos) y Malmónides, el más grande, logró probarlo (según Gutman en Die Philosophie des Judentums, Munich, 1933), pues se relata que una noche hizo a toda su secta soñar que se terminaba la sequía. Al amanecer, al salir de sus aposentos se encontraron los campos verdes y un suave rocío humedecía sus barbas.

La oposición política de un país que estaba siendo gobernado por una larga tiranía quiso experimentar, siglos después, las excelencias de esta creencia y distribuyó entre la población de manera secreta unas esquelas en las que se daban las instrucciones para el sueño conjunto: en una hora de la noche claramente consignada, los ciudadanos soñarían que el tirano era derrocado y que el pueblo tomaba el poder.

Aunque el experimento comenzó a efectuarse hace mucho tiempo, no ha sido posible obtener ningún resultado, pues Malmónides prevenía (parágrafo XII) que en caso que el objeto de los sueños fuera una persona, debería ser sorprendida durmiendo.

Y los tiranos nunca duermen.

Cesarán las Lluvias, Carlos Gardini



Carlos Gardini, Buenos Aires, 1948- 2017

Ganador en dos oportunidades del premio UPC de ciencia ficción.

la revista Axxon lo refiere:
"..a pesar del bajón económico y la difícil situación laboral (él no es una excepción a esa regla general de los argentinos), Carlos sigue escribiendo y tocando puertas. Las "grandes editoriales" con
Carlos Gardini
presencia en la Argentina no atienden y es una lástima. Su última obra, El libro de la Tribu, acaba de aparecer en versión electrónica y de impresión "bajo pedido", editada por El Aleph (colección Abismo). Y ya se reeditó uno de sus clásicos, El libro de la Tierra Negra, en España (Equipo Sirius). Otras dos novelas aún permanecen inéditas."


Relato publicado en la revista El Péndulo

Cesarán las Lluvias


Los muertos caían y caían.

Las lluvias habían empezado mucho tiempo atrás, ya nadie recordaba cuándo. En ciertos días arreciaban más que en otros, y los muertos, aunque distanciados por espacios regulares, caían sin cesar. Nunca había consecuencias graves. Los muertos jamás mataban a nadie. Pero a Helena la seguían horrorizando, y Martín hubiera hecho cualquier cosa para consolarla. No era aprensión, no era miedo. Era horror puro y simple, un horror que se expresaba en asco. Le repugnaba verlos caer desnudos en el barro, las bocas grotescamente abiertas. Después pasaban los días y la carne se les ablandaba, se les disolvía como cera, y los muertos se iban derritiendo en el suelo. Todos caían desnudos, pero todos eran iguales. Algunos eran viejos y plácidos, otros eran jóvenes y violentos; los había enteros, y mutilados, y escaldados, y descuartizados, y congelados.
Una vez, cuando Helena y Martín estaban en un campamento, un viejo desdentado comentó:

Son los muertos de la historia.

Siguió un murmullo aprobatorio, y el viejo, entusiasmado con su éxito, repitió: «Son los muertos de la historia». Pero la segunda vez la frase sonó insulsa, o simplemente cayó pesada, pues todos se pusieron a hablar de otra cosa mientras el viejo se quedaba solo con su sonrisa sin dientes, mirando llover los muertos.
Como casi todo el mundo, Helena y Martín habían dejado las ciudades. En el cemento los muertos también se disolvían, pero era diferente. La carne no se fundía con la tierra. Se pudría más despacio, y en las ciudades el tufo a muerto era inaguantable, y además daba pena ver muertos descomponiéndose de esa manera. En el campo la lluvia de muertos abonaba la tierra, y crecían árboles y plantas de formas extrañas. La gente se alimentaba de esas formas.
Martín temía admitirlo y nunca lo habría dicho en voz alta por temor a confirmarlo, pero sospechaba que esas formas extrañas eran de órganos humanos.
Huían de los muertos. Emigraban. Como tantos otros, buscaban una región donde no hubiera más lluvias de muertos, donde el ruido blando que hacían los cuerpos al chocar contra el suelo no les cortara el sueño, ni el hambre, ni las ganas de amar.
Alguna vez cesarán las lluvias en alguna parte —decía Martín acariciando el pelo de Helena mientras miraban los muertos desde un refugio armado con piezas de autos, o desde un galpón abandonado, o desde una estación de servicio descascarada—. Y no tendremos que aguantar más este espectáculo horrible, ni soñar con estas cosas.
Yo no sueño nada —decía Helena—. Es como si el horror me hubiera cortado los sueños.
Y Martín callaba, casi avergonzado, pues él tampoco soñaba, pero ni siquiera sentía horror. Sólo buscaba a tientas un modo de animarla, pero en realidad no sabía contra qué. Se guiaba únicamente por una intuición. Algún muerto caía cerca, despatarrado, la boca abierta y ensangrentada, y los dos miraban y sonreían con tristeza.

Quiero que me jures que va a terminar —decía Helena en un arranque de rabia—. Quiero que me jures.
Martín murmuraba una promesa, y se dormían, y al día siguiente reanudaban la marcha. Al principio cargaban provisiones, latas, o botellas, o los frutos de las plantas-de-muerto, como las llamaban casi todos los emigrantes, pero después empezaron a viajar sin bultos. Era un alivio, pero también un indicio de desesperanza. No tenían que llevar nada ni preocuparse por la comida precisamente porque los muertos lloverían dondequiera fuesen y siempre habría plantas.
A menudo se cruzaban con emigrantes que viajaban en dirección contraria. Intercambiaban noticias funestas y miradas de desconsuelo, comían juntos, y después cada viajero retomaba su rumbo como si lo que el otro había dicho no tuviera ningún asidero; quizá desconfiaban, quizá querían creer que había un error, quizá tenían la esperanza que las lluvias cesaran para cuando llegaran ellos, pero nadie se hacía tantos cuestionamientos, ni se ofendía cuando los demás desoían sus consejos.
¿De dónde viene? —le preguntaban a un viajero.
Del sur. Mucha lluvia, en el sur. Y plantaciones enteras, cargadas de frutos. Ahora iba a tomar para el oeste, para probar suerte allá...
Nosotros venimos del oeste. Muy malo, también.
Habrá que seguir probando. ¿Para dónde van ahora?
Señalaban el sur. Y después de compartir una comida o un té hecho con las plantas-de-muerto, cada cual seguía su rumbo tras una despedida cortés.
A veces se formaban campamentos en algún valle, o cerca de una ciudad. Los campamentos eran casi permanentes, pero la gente cambiaba de un día para otro. Era curioso que se formaran cerca de las ciudades, pero así eran las cosas. Nadie vivía en ciudades, pero a todos les gustaba mirarlas de lejos. Eran como un lazo con el pasado, aun para los que antes vivían en el campo.
Una vez, en uno de esos campamentos, encontraron a un hombre de barba roja y tupida. Viajaba solo, como tantos. La barba les llamó la atención y se pusieron a hablar con él.
¿Usted cree que habrá un lugar sin lluvia?
A pocos metros llovió un muerto, un adolescente rubio de piel blanca. El de la barba roja lo miró con cierto rencor.
No sé ni me importa —rezongó—. Yo viajo por viajar.
Hablar así era una grosería. Muchos viajaban por viajar, pero pocos lo decían. Pocos expresaban en voz alta que estaban seguros que era igual en todas partes, siempre cadáveres que llovían y llovían, y que no tenía sentido andar de aquí para allá.

Pero todos seguían. Era una distracción, una esperanza, un modo de pasar los años.


Y Martín y Helena iban de aquí para allá, alentaban la esperanza que habían creado. Quiero que me jures que va a terminar, decía ella como en trance. Pero no podía decirse que no fueran felices. Había tanta gente sola, tanta gente que sólo buscaba amigos para compartir una cena o amantes para compartir una noche, que en medio de tanta lluvia y soledad dos seres que se amaban tenían que ser felices de algún modo. Eran una excepción, como ese hombre que viajaba por viajar. Tal vez por eso, porque viajaba por viajar, lo encontraron de nuevo al cabo de un tiempo. Ellos sabían que era mucho tiempo después, porque amándose habían acumulado recuerdos, esos recuerdos que se adhieren como pólipos a la memoria y el cuerpo de los que se aman, esos recuerdos-chuchería que nadan en un limbo impreciso, sin identidad, pero que juntos forman tiempo, tiempo sólido y firme. Era una forma de medir, y ya que nadie trabajaba, nadie sembraba ni cosechaba nada, todo era viajar y viajar, muertos fundiéndose con la tierra, cualquiera forma de medición era algo.
De nuevo les llamó la atención la barba y se le acercaron. El hombre no los reconoció al principio.
Ah, ustedes —dijo al fin. Y añadió con una sonrisa socarrona—: ¿Encontraron lo que buscaban?
No contestaron. Después de una pausa de silencio, Helena preguntó, casi acusatoriamente:
¿Y usted sigue viajando por viajar?
Dieron media vuelta y siguieron andando.
Pronto, pronto, le decía Martín mientras caminaban. Pronto terminará todo.
Pronto, vas a ver. No puede durar para siempre.
¿No puede? Pero dura y dura. Son años, Martín. Años. Ese hombre...
¿Qué hombre?
El de la barba roja. ¿Cuánto hacía que lo habíamos conocido?
Años —concedió Martín—. ¿Por qué?
Estaba igual. No había cambiado nada. Ni la ropa le había cambiado. Es raro, antes no me había fijado porque nunca volvemos a ver a la gente. Uno siempre viaja y viaja. Pero él estaba igual. Y entendí que nosotros también estamos iguales.
¿Y?
¿Alguna vez viste morir a alguien? Desde que empezó la lluvia, digo. ¿Oíste que alguien hablara de muertos, de sus propios muertos?
Sigo sin entenderte.
Es fácil de entender. Nunca se ve morir a nadie. Se ven llover muertos, pero nunca muere nadie. Y nunca se ve nacer a nadie, y nunca se ven mujeres embarazadas.



Caminaban y caminaban. Oían plop plop en el barro. Las plantas-de-muerto cubrían los montes. Vivir era eso, caminar y caminar, y plop plop en el barro. Alguna vez va a terminar, decía Martín.
Helena parecía cada vez más triste. Un día rompió a llorar de golpe. Estaba inconsolable, y Martín se sintió desconcertado, porque las cosas nunca habían llegado tan lejos. Estaban sentados en unas piedras, frente a una ciudad abandonada. Los edificios mugrientos se recortaban contra el cielo blanco. Ya va a terminar, decía Martín, y ella sacudía la cabeza. Frente a la ciudad había gente. Era raro ver a Helena tan desanimada, y sin embargo las lluvias parecían haber amainado un poco últimamente.
Martín —dijo al fin, moqueando—, me parece que estoy embarazada.
Martín se echó a reír, abrazándola.
No tengas miedo. Todo va a salir bien.
No tengo miedo por el embarazo. Tengo miedo que se note.
¿De qué estás hablando? —dijo Martín. Señaló el grupo de gente—. Además hoy tenemos compañía. Podemos celebrarlo con una fiesta.
No creo que esa gente esté para fiestas, Martín. Ni creo que nos convenga. ¿No ves lo que están haciendo?
Martín miró con más atención. Bajo un cielo limpio, entre plantas-de-muerto marchitas, enterraban a alguien.
Un entierro —dijo Martín, acariciando el vientre de Helena.

Helena le acarició la mano y ambos echaron a andar en dirección contraria.

Carlos Gardini


Selecciones 5

Selecciones 5

La cuarta entrega.
Ya expliqué en esta entrada de qué se trata.

Alejandro Dolina
LIBRETO PARA UN  LIBRETISTA

El personaje principal es libretista. Una mañana  comienza a escribir un texto. Allí se lee: "El personaje principal es libretista. Una  mañana comienza a escribir un texto. Allí se lee: el personaje principal es libretista."

Alejandro Dolina, Crónicas del Ángel  Gris, Colaboración de Maia La Gris



c
No existía ninguna fuente visible de luz, y sin embargo todo el lugar estaba extrañamente iluminado, de una manera perfectamente uniforme; y ni mi cuerpo ni los otros objetos que hallé más tarde proyectaban sombras.  Es difícil hablar de la luz, del espacio y del tiempo de aquel lugar.
Anduve mucho, hasta perder de vista la única referencia, el triángulo rectángulo, mi única conexión con aquel plano inclinado por el cual había descendido involuntaria y vertiginosamente.  Pero no lo lamenté; de todos modos me habría sido imposible remontar ese plano hacia su origen, hasta la posibilidad de Beatriz nuevamente; incluso habría sido insensato plantearse un ascenso por las líneas afiladas del triángulo que había utilizado para descender a este plano horizontal.
Traté de olvidar el triángulo, el plano inclinado y, sobre todo, olvidar a Beatriz.  Pensar en ella me debilitaba, allí, al igual que en la superficie, y me impedía buscar soluciones.
Novela Geométrica, Mario Levrero

Psycho Killer1.0


Él pensó que era músico, todavía piensa que soy músico. Cuando nos conocimos yo estaba tocando la guitarra. Intentando aprender a tocar la guitarra; esa fue la confusión. Estaba tan concentrado en un par de malditas notas que pensó que era un músico de verdad, de esos que pueden leer música.
Y es que estaba leyendo un pentagrama, pero sólo para recordar, no porque fuera músico.
-¿Qué estás haciendo? Me preguntó.
-Tratando de tocar- conteste.
Mi apariencia era tan real, como si hubiera sido un gran actor, creo.
No había oportunidad en la cual no insistiera con el tema. Si hasta me citaba con la excusa de algún tema importante y la final saltaba:
-Fijate si está afinada- y etcétera etcétera.
Y yo mi retiraba no sin demostrar mi descontento por hacerme gastar las horas sin sentido.

Ya no toco más pero a veces me llama: -¡ Dale, vamos a tocar!
Estoy yendo para allá con mi estuche; espero que le guste como suena mi escopeta.


Paria

En el bar el tema de conversación es sobre cuántas veces han sido víctimas de robo cada uno de los parroquianos, sus parientes y conocidos. Robos en los taxis, en las plazas, en los cajeros automáticos, a la salida de los bancos, en el cine, en el restorán, en el ómnibus.
-A mí lo que me tiene podrido con este asunto de los robos es que todas las veces me aplican el mismo método. Llámenlo casualidad pero la cuestión es que siempre me vacían un cartón de chocolatada encima y aprovechan el desconcierto para limpiarme los bolsillos. Y siempre logran sorprenderme. Tengo que volverme a casa caminando, chorreando chocolate. Me afanan y encima me arruinan las pilchas. -De todas las veces que me robaron -cuenta Nancy-, el invierno pasado me tocó una parecida a la suya. Un tipo me llevó por delante como si tropezara, traía tres docenas de huevos y se le rompieron todos sobre mi tapado. No sé si tienen idea de lo que pasa cuando treinta y seis huevos se rompen encima de uno. De la nada apareció una señora muy solícita que se ofreció a limpiármelo y cuando quise darme cuenta había desaparecido con el tapadito.
-Mi drama es el auto, en un par de oportunidades se lo llevaron completo, pero en general me sustraen partes. Una rueda, los espejos, la antena, la radio. En una ocasión me dejaron la firma con tiza en el tablero: Chorro López. Al baúl me lo abrieron cinco veces, la última se rapiñaron un par de botas que llevaba al zapatero y un pantalón a la zurcidora. La única vez que salí favorecido fue cuando me forzaron la cerradura de una puerta y me robaron un paquete con cuatro libros de Paulo Coelho que me acababan de regalar. Me hubiese gustado encontrar a los ladrones y darles un abrazo.
Antonio Dal Masetto

-Yo tengo una lista más larga que un rosario. Choreos de toda marca y color. Hace tres días me para un tipo en la calle y me pide fuego. Cuando saco el encendedor, me dice: "Esto es un asalto, dame la guita". Doy vuelta los bolsillos: "No tengo un mango". "Entonces dame los cigarrillos". "Fumo en pipa." "Dame la pipa." "¿Vos fumás en pipa?", le pregunto. "A vos qué te importa -me contesta-, dámela y no te olvidés del tabaco."
Esta noche nos visita el amigo Luis y tímidamente pide la palabra: -No sé si el término que voy a usar es el que corresponde, pero siento una profunda envidia por todos ustedes. A mí en el barrio los vecinos me miran mal. Cuando se cruzan conmigo dan vuelta la cara para no saludarme, voy a comprar cigarrillos y el quiosquero se hace el que no me ve para no atenderme. En todos lados es así. Soy un paria, ¿Y esto por qué? Porque nunca me robaron.
Todos los parroquianos a coro: -¿Cómo que nunca lo robaron?
-Nunca, soy virgen, jamás me robaron. Hice lo imposible para perder el invicto. Camino por diferentes barrios de madrugada, los más pesados, San Telmo, la Boca, Mataderos, Constitución. No pasa nada. Inclusive crucé a la provincia. Nada de nada. Estoy comiendo en un boliche, entran los chorros y le afanan a todos menos a mí. Saco plata del cajero y me paro en medio de la vereda a contarla. Puedo estar una hora con los billetes en la mano. Nada. Estoy desesperado. Las minas me abandonan, hace meses que mi mamá dejó de invitarme a comer los ravioles del domingo, mi padre me trata de usted y me saluda dándome la mano. Daría cualquier cosa por aparecer como víctima en Crónica TV. Después de escucharlo, los parroquianos, uno a uno, se van desplazando hacia el otro extremo de la barra y desde allá nos relojean con desconfianza. Quedamos solos Luis y yo, y me siento incómodo. Inclusive el Gallego nos dio la espalda y acomoda las botellas de los estantes. -Consulté con el psicoanalista -sigue Luis-, me dijo: "Invente un robo, rompa la puerta de su departamento, consígase un amigo que lo asalte, que lo golpee un poquito, que le deje alguna marca". Vos y yo somos amigos de hace años, no me harías esa gauchada, robame por favor -me agarra del brazo.
-No sé cómo se hace, no tengo experiencia.
-Dale que vos podés -le lagrimean los ojos-. Hacé un esfuercito. No aguanto más esta situación.
-Dame un tiempito, dejame planear algo. Dentro de un rato voy para casa, me leo todo Simenon y después te llamo. Calmate, algo vamos a inventar -le digo mientras lo abandono retrocediendo despacito y voy a juntarme con los demás en la otra punta de la barra.
Antonio Dal Masetto


Lengua del Neocriollo
La lengua del Neocriollo será el órgano del gusto y de la expresión a la vez, y estará dominada por mercurio. Tendrá la forma de una cinta larga y flexible, como la de los osos hormigueros; y el Neocrillo la meterá en todas partes, ávido de sabores. Eso quiere decir que su boca será un agujero apenas, y estará desprovista de dientes, ya que el Neocrillo no se alimentará de sustancias groseras, ¡ah, no!, sino de todo lo sutil que hay en este mundo. Y ahora me faltaría describir su piel, órgano del tacto: el Neocrillo tendrá una piel de gran superficie, capaz de contener un prodigioso número de terminaciones nerviosas; y siendo, lógicamente, demasiado grande para su cuerpo, le caerá de frunces y repliegues, como la de los carneros merinos.
Adán Buenosayres, Leopoldo Marechal.

A través de la ventana
el sol sostiene apenas la realidad de un tren
mientras mi hija duerme.

Mientras mi es sostenida apenas por el sol
La realidad de un tren duerme a través de la ventana

ventana, sol y tren sostienen apenas la realidad
mientras duerme mi hija.

mi hija, el tren y la ventana
son realidades que el sol sostiene apenas
por mi hija dormida.
Apenas puedo sostener que mientras mi hija duerme
el sol de la ventana sea tan real como un tren.

Mi hija mientras duerme
sostiene apenas la realidad de un tren
a través de una ventana en sol

mi hija duerme
y sostiene un sol a través de la ventana
mientras la realidad de un tren apenas

Por una ventana con apenas sol

mi hija sostiene la realidad de un tren mientras duerme.
Colaboración de Ricardo Ibarlin, de su autoría

¿Quiere ser usted diputado?

Si usted quiere ser diputado, no hable a favor de las remolachas, del petróleo, del trigo, del impuesto a la renta; no hable de fidelidad a la Constitución, al país; no hable de defensa del obrero, del empleado y del niño. No; si usted quiere ser diputado, exclame por todas partes: -Soy un ladrón, he robado... he robado todo lo que he podido y siempre.
 
Roberto Arlt
Enternecimiento

Así expresa un aspirante a diputado en una novela de Octavio Mirbeu, el jardín de los suplicios.
Y si usted es aspirante a candidato, sigo el consejo. Exclame por todas partes: - he robado, he robado.
La gente se enternece frente a tanta sinceridad. Y ahora le explicaré. Todos los sinvergüenzas que aspiran a chuparle la sangre al país y a venderlo a empresas extranjeras, todos los sinvergüenzas del pasado, el presente y el futuro, tuvieron la mala costumbre de hablar a la gente de su honestidad. Ellos "eran honestas". "Ellos aspiraban a desempeñar una administración honesta". Hablaron tanto de honestidad, que no había pulgada cuadrada en el suelo donde se quisiera escupir, que no se escupiera de paso a la honestidad. Embaldosaron y empedraron a la ciudad de honestidad. La palabra honestidad ha estado y está en la boca de cualquier atorrante que se para en el primer guardacantón y exclama que el país necesita gente honesta. No hay prontuariado con antecedentes de fiscal de mesa y de subsecretario de comité que no hable de "honradez". En definitiva, sobre el país se ha desatado tal catarata de honestidad, que ya no se encuentra un solo pillo auténtico. No hay malandrino que alardee de serlo. No hay ladrón que se enorgullezca de su profesión. Y la gente, el público, harto de macanas, no quiere saber nada de conferencias. Ahora, yo que conozco un poco a nuestro público y a los que aspiran a ser  candidatos a diputados, les propondré le siguiente discurso. Creo que sería de un éxito definitivo.

Discurso que tendría éxito

He aquí el texto del discurso:
Señores: Aspiro a ser diputado, porque aspiro a robar en grande y a acomodarme mejor.
Mi finalidad no es salvar al país de la ruina en la que lo han hundido las anteriores administraciones de compinches sinvergüenzas; no, señores, no es ese elemental propósito, sino que, íntima y ardorosamente, deseo contribuir al trabajo de saqueo con que se vacía las arcas del Estado, aspiración noble que ustedes tienen que comprender es la más intensa y afectiva que guarda el corazón de todo hombre que se presenta a candidato a diputado.
Robar no es fácil señores. Para robar se necesitan determinadas condiciones que creo no tienen mis rivales. Ante todo, se necesita ser un cínico perfecto, y yo lo soy, no lo duden, señores. Es segundo término, se necesita ser un traidor, y yo también lo soy, señores. Saber venderse   oportunamente, no desvergonzadamente, sino evolutivamente. Me permito el lujo de inventar el término que será un sustitutivo de traición, sobre todo necesario en estos tiempos en que vender el país al mejor postor es un trabajo arduo ímprobo, porque no tengo entendido, caballeros, que nuestra posición, es decir, la posición del país no encuentra postor ni por un plato de lentejas en el actual momento histórico y trascendental. Y créanme señores, yo seré un ladrón, pero antes de vender el país por un plato de lentejas, créanlo..., prefiero ser honrado. Abarquen la magnitud de mi sacrificio y se darán cuenta de que soy un perfecto candidato a diputado.
Cierto es que quiero robar, pero ¿quién no quiere robar? Díganme ustedes quién es el desfachatado que en estos momentos de confusión no quiere robar. Si ese hombre honrado existe, yo me dejo crucificar. Mis camaradas también quieren robar, es cierto, pero no saben robar. Venderán al país por una bicoca, y eso es injusto. Yo venderé a mi patria, pero bien vendida. Ustedes saben que las arcas del Estado están enjutas, es decir, que no tienen un mal cobre para satisfacer la deuda externa; pues bien, yo remataré al país en cien mensualidades, de Ushuaia hasta Chaco boliviano, y no sólo traficaré el Estado, sino que me acomodaré con comerciantes, con falsificadores de alimentos, con concesionarios; adquiriré armas inofensivas para el Estado, lo cual es un medio más eficaz de evitar la guerra que teniendo armas de ofensiva efectiva, le regatearé el pienso al caballo del comisario y el bodrio al habitante de la cárcel, y carteles impuestos a las moscas y a los perros, ladrillo y adoquines... !Lo que no robaré yo, señores! ¿Qué es lo que no robaré?, díganme ustedes. Y si ustedes son capaces de enumerarme una sola materia en la cual yo no sea capaz de robar, renuncio "ipso facto" a mi candidatura...
Piénsenlo aunque sea un minuto, señores ciudadanos. Piénsenlo. Yo he robado. Soy un gran ladrón. Y si ustedes no creen en mi palabra, vayan al Departamento de Policía y consulten mi prontuario. Verán qué perfomance tengo. He sido detenido en averiguación de antecedentes como treinta veces; por portación de armas -que no llevaba- otras tantas, luego me regeneré y desempeñé la tarea de grupí, rematador falluto, corredor, pequero, extorsionista, encubridor, agente de investigaciones, ayudante de pequero porque me exoneraron de investigaciones; fui luego agente judicial, presidente de comité parroquial, convencional, he vendido quinielas, he sido, a veces padre de pobres y madre de huérfanas, tuve comercio y quebré, fui acusado de incendio intencional de otro bolichito que tuve... Señores, si no me creen, vayan al Departamento... verán ustedes que yo soy el único entre todos esos hipócritas que quieren salvar al país, el absolutamente único que puede rematar la última pulgada de tierra argentina... Incluso, me propongo vender el Congreso e instalar un conventillo o casa de departamento en el Palacio de Justicia, porque si yo ando en libertad es que no hay justicia, señores...
Con este discurso, la matan o lo eligen presidente de la República.


Roberto Arlt

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Hasta la proxima, ( si yo quiero )