La Undécima entrega.
Ya expliqué en esta entrada de qué se trata.
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v12.0
Estamos
todos repasados de mentira soportada.
Macedonio Fernández,
colaboración de la Zapaya
El gesto de la muerte
Un joven jardinero persa dice a su príncipe: - Salvame, encontré a la muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro quisiera estar en Ispahan.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la muerte y le pregunta: - Esta mañana, por qué hiciste a nuestro Jardinero un gesto de amenaza?
- No fue un gesto de amenaza- le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan.
Jean Cocteu, de los Libritos de Isabel, la del tren.
k
No
me costó mucho lograrlo, aunque se desgarró en algunos lugares.
Era una materia bastante resistente, a pesar de su carencia de
espesor, pero mis manos podían romperla. Debajo, encontré una capa
exactamente igual que ocupaba el espacio de la que había quitado.
Insistí con esta otra capa y pude quitarla limpiamente; la única
dificultad era que yo estaba parado encima. Era como quitar una
alfombra redonda debajo de los propios pies. Por fortuna, siempre
había otra debajo, y no sufrí ninguna caída. Al continuar mi
trabajo fui adquiriendo gran facilidad para quitar esas capas
inmateriales (por llamar de alguna manera a esa clase de materia sin
espesor), que se sucedían unas a otras al parecer hasta el infinito.
Las hacía deslizar fuera del círculo con gran habilidad, y allí
quedaban flotando, perfectos círculos carentes de circunferencia;
tampoco las desgarraba, ya, al quitarlas, y mi rapidez y habilidad
aumentaron con la práctica y con cierto truco mental e incluía, por
supuesto, los ingredientes de no-esperanza, no-temor y no-ansiedad, y
así hasta que en una de las capas encontré a Beatriz.
Novela Geométrica, Mario
Levrero
“Adiós”, dijo el moribundo al espejo que tenía delante. “No volveremos a vernos”
Paul Valery
Menos de Matilde
Triunvirato y Olazábal. Estoy aquí porque no puedo, él sí. Vendrá a matarme. Disparará certero y mi frente estallará en un borbotón. Nadie en la pizzería atinará a atinar. Se irá tranquilamente como vino, buscando su auto estacionado en Olazábal. Conducirá por Triunvirato hacia el norte mientras piensa: y bueno, eramos él o yo, si nunca tuvo (tuve) huevos, que se (me) joda por boludo. Inmediatamente se reprochará: ¡Qué boludo!, no se cruza un semáforo rojo después de matar a un amigo. Seguramente preferirá dejar el auto y tomar el primer taxi; pero en sentido contrario, como quien dice volviendo al lugar del crimen, Triunvirato hacia Chacarita.
Entrará por esa puerta, por la que está entrando ahora, derecho hacia mi mesa. Me preguntará qué escribo. Contestaré, Pavadas, sólo pavadas. (Mi mano izquierda oculta en un bollito esta servilleta de papel)
Ahora sí, frente a frente, una vez más, conversaremos sobre cosas nimias o importantes. Menos de Matilde.
Extraído de "Magoya la jugaba de taquito y cinco cuentos". Santiago Hynes
"Si no hablas, llenaré mi corazón de Tu silencio y lo guardaré conmigo. Y esperaré quieto, como la noche en su desvelo estrellado, hundida pacientemente mi cabeza. | Vendrá sin duda la mañana y se desvanecerá la sombra. Y Tu voz se derramará por todo el cielo en arroyos de oro. Y Tus palabras volarán cantando de cada uno de mis nidos. Y Tus melodías estallarán en flores por mis profusas enramadas." |
Rabindranath Tagore, Colaboración de Eugenia Pisano.
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...de supermecado”Compre + barato”
Eduardo comenzó a quedarse leyendo hasta avanzada la noche. Antes Irene había tenido que obligarlo a trabajar, ahora insistía en que se tomase el debido descanso. Pero Eduardo replicaba que nunca había sospechado encontrarse con materiales tan interesantes. En vez de correr las páginas con velocidad y pasar de un cuento a otro para que bajasen las altas pilas, recorría los renglones con el sensorio alerta y pegoteada la concentración. A menudo volvía sobre las páginas y hasta quería memorizar ciertos renglones. Sus ojos empezaron a enrojecer con el perpetuo frote de metáforas, porotos y proezas, las seducciones llenas de calorías y los escenarios futuristas, un lenguaje por momentos callejero que alternaba con frases de ingeniosos sonidos. Le parecía que la mayor parte de los concursantes eran decididamente creativos y que inclusive los que eran mediocres por la forma de narrar, producían imágenes rescatables. En promedio, cada veinte trabajos aparecía uno que sobresalía como el pico del Aconcagua. Eduardo estaba maravillado.
Irene le aconsejó apurar el trámite: sólo debía concentrarse en las primeras líneas, después leer en diagonal y nunca detenerse en detalles aunque le pareciesen muy buenos. Esa era la forma en que se evaluaban los cuentos en todo el mundo si se quería cumplir con los plazos. Pero Eduardo no podía escuchar a su sensata mujer. Después de “El repostero distraído”, “La depiladora de Lesbos”, y “Mitología para llevar en pequeños ramos” se volvió tan meticuloso que en lugar de despachar un promedio de diez o quince trabajos diarios al ritmo de dieciséis horas de lectura, sólo llegaba a la mitad.
No había alcanzado a revisar quinientos cuando lo llamó el gerente. Con grave y lejana voz le recordó que lo esperaba en su oficina dentro de tres días para proclamar al vencedor del concurso. Eduardo no prestó atención a la palabra “confirmar”, apenas tuvo margen para registrar que el plazo había llegado a su término. Se le desató una taquicardia que no cedió ni en las cortas horas de sueño. Era imposible tener acceso a los muchos cuentos que aún no había leído. Balbuceó que se postergase la fecha límite.
El gerente pensó “¡estos escritores! ¡siempre desubicados!” y dijo que no habría postergación alguna, ni siquiera de minutos. La ceremonia en la cual se conferiría el fabuloso premio ya había sido anunciada. Estaban convocados los canales de televisión y el resto de la prensa. Vendrían invitados especiales, entre los que se había incluido el más granado jet set.
La desesperación de Eduardo no le hizo ni cosquillas al gerente. Pero lo indujo a recordarle que para un talentoso escritor como él, tres días eran más que suficientes para descubrir al verdadero ganador de dos mil cuentos. Dentro de tres días, sin prórroga alguna –finalizó su advertencia–, un camión recogería los originales que, como un gesto más de cortesía, serán devueltos a sus autores.
Eduardo se aflojó como un muñeco de trapo. ¿Qué hacer? Iba a vomitar.
Irene le masajeó la nuca. Y le susurró que en tres días también ocurrirían otras cosas buenas: cobrará el importante resto de sus honorarios y habrá terminado este agobio que los mantenía separados hasta en la cama.
Pero a Eduardo no le importaba tanto el dinero como terminar de enterarse sobre las maravillosas ocurrencias que habían escrito los participantes del concurso. Su angustia se tornó tan fuerte que empezó a deshidratarlo una diarrea incoercible. A las veinticuatro horas de permanecer casi todo el tiempo sobre el inodoro retorcido de dolor y sin dejar de leer, Irene llamó al médico.
Los medicamentos no pudieron aliviar su salvaje ansiedad. Sus intestinos exigían que dejase de leer, pero sus ojos voraces no se despegaban de las carpetas. Cuando parecía a punto de desmayarse, un nuevo título o un nuevo argumento volvía a excitarle la curiosidad: entonces corría al baño con las hojas en la mano, descargaba el maloliente líquido y avanzaba una ristra de nuevos y apasionantes renglones. El médico dijo a Irene que si esta locura no cesaba, tendría que dormirlo con un hipnótico. Eduardo lo escuchó y advirtió que si hacía eso lo perseguiría con un juicio, porque no sólo lo dañaría a él, sino a miles de personas que esperaban su veredicto justo. El veredicto no necesitaba ser tan justo, replicó Irene.
–La verdad –contestó Eduardo–, a mí tampoco me parece esencial. Lo que quiero ahora es apropiarme de los buenos cuentos que llegaron como pepitas de oro.
A los tres días exactos apareció el inclemente camión e Irene dejó pasar a los estibadores. Los estimuló a trabajar rápido, llenar las cajas con las carpetas que se habían dispersado por el departamento como cucarachas y hasta quitarlas de las manos de su marido. Los hombres se cubrían a cada rato la nariz para evitar el olor a la diarreica mierda que impregnaba hasta el interior de los placares. Procedieron como policías en un allanamiento. Recogieron papeles disimulados en cajones, bajo el sofá, entre los libros, bajo las sábanas. Eduardo se esforzó por esconder algunos bajo la alfombra.
Cuando partieron, la casa resonó vacía, casi muerta. Eduardo cayó sobre la cama y se cubrió el rostro para no llorar.
Luego tomó varias pastillas de carbón, se afeitó, puso un rollo de papel higiénico en su maletín y fue hacia la oficina del gerente. Tal como esperaba, fue recibido con una amplia sonrisa. Pero Eduardo no sonreía. Lo invitaron a sentarse frente al vasto escritorio y enseguida aparecieron secretarios o guardaespaldas que se ubicaron a su derecha e izquierda. Eduardo estaba mareado y no podía entender qué hacía esa gente. Circulaban bajo su nariz las listas de los trabajos presentados, copias del contrato que había firmado meses antes y el diploma para el triunfador. Este diploma ya tenía escrito el nombre de quien había ganado el concurso y las firmas del gerente, del escribano y sólo faltaba la suya. Eduardo pensó que la deshidratación le produjo un estado confusional. ¿Cómo sabían quién era el ganador? Aún no había mencionado ni siquiera a los mejores.
El gerente le explicó que el concurso había tenido un éxito tremendo. No se hablaba de otra cosa, y después de la ceremonia todo el país vibraría entero.
Le entregaron una lapicera para que estampase su firma. Eduardo transpiraba, la intensa lectura le había quitado la capacidad de discernimiento. ¿Cómo iba a conferir el premio si no había podido examinar la totalidad de los postulantes? Además, ¿quién era el premiado? No recordaba haber mencionado ningún nombre.
El gerente lo miró con pena. Usted vive en las nubes, le dijo, y no entiende que un emprendimiento tan costoso como fue este concurso debido al elevado presupuesto que insumió la publicidad, no puede quedar al arbitrio de un ingenuo escritor, aunque fuese el más brillante de la tierra. Tenía que darse por satisfecho con el honorario que le entregaría en unos minutos y feliz de haber sido jurado de un concurso histórico. Nada más. No le incumbía decidir sobre el triunfador, que era un asunto delicado, íntimamente ligado a los sensibles intereses de la cadena. Ahora sólo debía firmar.
Quedó mudo. Después tuvo que toser para que su voz recuperase el tono. Dijo que le parecía un acto inmoral. El gerente sonrió con más dientes que al principio y le hizo saber que la conversación mantenida tres días antes, cuando Eduardo se quejó de que no había podido leer ni la mitad de los trabajos y por eso pedía una prórroga del plazo, había sido grabada. En el contrato figuraba su compromiso de terminar la lectura en dos meses. El juicio que generaría su rebeldía podía llevarlo a la cárcel. Eduardo sintió que su vientre era atravesado por una cimitarra y creyó que allí mismo derramaría un nuevo despeño. Se contuvo, pálido y quebrado.
Luego estampó una temblorosa firma. De inmediato el gerente llenó un cheque con caligrafía amplia y sonora. Y susurró: entiendo su malestar, pero debe reconocer que entró en este negocio como una prostituta, y terminó enamorándose.
–Bueno –concluyó Eduardo– ¿qué tal ese café que me ofreciste?
Serví el café, pero quien ya no pudo hablar fui yo.
Marcos Aguinis
Hasta la próxima (?)
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