La excusa para incluir algo de PKD.
Falling, la serie, no cayó pero siguió zigzagueando entre lugares comunes y cosas mas o menos ya vistas en el mundo de la ciencia ficción sin ameritar una nueva entrada. Hasta que llegó el final de la temporada 4.
Y acá no hay spoilers. Simplemente para los que la vieron, una recreación de una idea original del a veces genial, y a veces no tanto Philip K. Dick. Este relato me encontró a través de unas viejas revistas Péndulo que tuve la oportunidad de conseguir en repechaje, algunos años después de su publicación. Compré la primera ( que no recuerdo que haya sido el número uno ) porque contenía una referencia a Isaac Asimov, o algún otro escritor de los más clásicos de la ciencia ficción.
Y no pude parar, encontrándome con tantos grosos como Luppof, Lem, Ballard.
El relato que nos ocupa se podría considerar como el texto fundacional de todos y ABSOLUTAMENTE todas las historias relacionadas con los mundos virtuales.
PKD, el que escribiera Ubik, El hombre del castillo, entre otros, y Sueñan los androides con ovejas eléctricas que diera origen al film Blade Runner, de Ridley Scott. Si tienen suerte, quizá al pie encuentren otro relato.
Suspensión deficiente, por Philip K. Dick
Después del despegue la
nave hizo un chequeo de rutina de la condición de las sesenta
personas que dormían en los tanques criónicos. Descubrió una
disfunción en la persona nueve. El EEG revelaba actividad cerebral.
Diablos, se dijo la nave.
Complejos mecanismos
homeostáticos interceptaron los circuitos, y la nave entró en
contacto con la persona nueve.
- Estás ligeramente
despierto - dijo la nave, utilizando la ruta psicotrónica; no tenía
caso devolver la plenitud de sus facultades a la persona nueve. A fin
de cuentas, el vuelo duraría un decenio.
Virtualmente inconsciente
pero por desgracia aún capaz de pensar, la persona nueve pensó:
«Alguien me habla.»
- ¿Dónde estoy? - dijo
-. No veo nada.
- Estás en suspensión
criónica defectuosa.
- Entonces no debería
poder oírte - dijo la persona nueve.
- Defectuosa, dije. Ese
es el problema; puedes oírme. ¿Sabes tu nombre?
- Victor Kemmings. Sácame
de aquí.
- Entonces ponme de nuevo
a dormir.
- Un momento. - La nave
examinó los mecanismos criónicos; escudriñó e investigó, luego
dijo: - Lo intentaré.
Pasó el tiempo. Victor
Kemmings, sin poder ver nada, sin sentir el cuerpo, se descubrió aún
consciente.
- Baja mi temperatura -
dijo. No oyó su voz; tal vez sólo imaginaba que hablaba. Los
colores se le acercaban flotando y luego se lanzaban sobre él. Le
gustaban los colores; le recordaban esas cajas de pinturas para
niños, la especie semianimada, una forma de vida artificial. Las
había usado en la escuela doscientos años atrás.
- No puedo dormirte -
dijo la voz de la nave dentro de la cabeza de Kemmings -. La
disfunción es demasiado compleja; no puedo corregirla ni repararla.
Estarás conciente durante diez años.
Los colores semianimados
se lanzaron hacia él, pero ahora tenían un aura siniestra,
proyectada por su propio miedo.
- Dios mío - dijo. -
¡Diez años! - Los colores se oscurecieron.
Mientras Victor Kemmings
yacía paralizado, rodeado por lúgubres fluctuaciones de luz, la
nave le explicó su estrategia. Esta estrategia no implicaba una
decisión de su parte; la nave había sido programada para buscar
esta solución si se presentaba una disfunción de este tipo.
- Lo que haré - dijo la
voz de la nave - es transmitirte estímulos sensoriales. Para ti el
peligro es la privación sensorial. Si estás conciente diez años
sin datos sensoriales, tu mente se deteriorará. Cuando lleguemos al
sistema LR4 serás un vegetal.
- Bien, ¿qué te
propones transmitirme? - dijo Kemmings, aterrado -. ¿Qué tienes en
tus bancos de información? ¿Todos los teleteatros del último
siglo? Despiértame y daré un paseo.
- Dentro de mí no hay
aire - dijo la nave -. Nada para comer. Nadie con quien hablar, pues
todos los demás están dormidos.
- Puedo hablar contigo -
dijo Kemmings - Podemos jugar al ajedrez.
- No durante diez años.
Escúchame, te digo que no tengo comida ni aire. Debes quedarte como
estás... una mala solución, pero no nos queda otro remedio. Ahora
estás hablando conmigo. No tengo almacenada ninguna información
especial. Así se procede en estas situaciones: te transmitiré tus
propios recuerdos sepultados, enfatizando los agradables. Posees
doscientos seis años de recuerdos y la mayor parte se ha hundido en
tu inconsciente. Esta será una espléndida fuente de datos
sensoriales. No te desanimes. Esta situación tuya no es inédita.
Nunca ha sucedido antes dentro de mí, pero estoy programada para
enfrentarla. Relájate y confía en mí. Veré que tengas un mundo.
- Debieron haberme
avisado - dijo Kemmings - antes que yo accediera a emigrar.
- Relájate - dijo la
nave.
Se relajó, pero tenía
un miedo espantoso. Teóricamente debería haberse dormido, quedar en
suspensión criónica, para despertar un momento más tarde en la
estrella de destino; o mejor dicho el planeta, el planeta colonia de
esa estrella. Todos los demás a bordo de la nave estaban sin
conocimiento; él era la excepción, como si un mal karma lo hubiera
atacado por razones oscuras. Para colmo, tenía que depender
totalmente de la buena voluntad de la nave. ¿Y si optaba por
transmitirle monstruos? La nave podía aterrorizarlo durante diez
años. Diez años objetivos, sin duda más desde un punto de vista
subjetivo. Estaba, en efecto, totalmente a merced de la nave. ¿Las
naves interestelares gozaban con estas situaciones? Sabía poco sobre
naves interestelares; su especialidad era la microbiología. Déjame
pensar, se dijo a sí mismo. Mi primera esposa, Martine; la
encantadora muchachita francesa que usaba jeans y una camisa roja
abierta hasta la cintura y cocinaba deliciosas crépes.
- Oigo - dijo la nave -.
Sea.
La cascada de colores se
resolvió en formas coherentes y estables. Un edificio: una vieja
casita de madera amarilla que él había tenido a los diecinueve
años, en Wyoming.
- Espera - dijo aterrado
-. Los cimientos eran malos; estaba construida sobre una capa de
fango. Y el techo tenía goteras. - Pero vio la cocina, y la mesa que
había fabricado él mismo. Y se sintió satisfecho.
- Al cabo de un rato -
dijo la nave - ni sabrás que estoy transmitiéndote tus propios
recuerdos sepultos.
- Hace un siglo que no
pienso en esa casa - dijo él, perplejo; cautivado, reconoció su
vieja cafetera eléctrica con la caja de filtros de papel al lado.
Ésta es la casa donde vivíamos Martine y yo, advirtió -. ¡Martine!
- dijo en voz alta.
- Estoy atendiendo una
llamada - dijo Martine desde el living.
- Intervendré sólo en
caso de emergencia - dijo la nave -. Pero te estaré monitorizando
para cerciorarme de que tu estado es satisfactorio. No temas.
- Apaga el segundo
quemador de la cocina - dijo Martine. La oía pero no la veía. Salió
de la cocina, cruzó el comedor y entró en el living. Martine estaba
absorta en una conversación por videófono con el hermano; tenía
shorts y estaba descalza. A través de las ventanas del frente del
living, Kemmings vio la calle; un vehículo comercial trataba de
estacionar, en vano.
Era un día caluroso,
pensó. Debería encender el aire acondicionado.
Se sentó en el viejo
sofá mientras Martine continuaba su conversación videofónica, y se
encontró mirando su posesión más preciada, un póster enmarcado en
la pared encima de Martine: Freddy el Gordo, dice, el dibujo de
Gilbert Shelton donde Freddy el Raro está sentado con el gato en el
regazo y Freddy el Gordo está tratando de decir «La velocidad
mata», pero está tan atrapado por la velocidad - en la mano tiene
toda clase de tabletas, píldoras, y cápsulas de anfetaminas - que
no puede decirlo, y el gato aprieta los dientes y tuerce el hocico
con una mezcla de consternación y repulsión. El póster está
firmado por Gilbert Shelton en persona; el mejor amigo de Kemmings,
Ray Torrance, se lo dio a él y a Martine como regalo de bodas. Vale
miles de dólares. Fue firmado por el artista en la década de 1980.
Mucho antes que nacieran Victor Kemmings y Martine.
Si alguna vez nos
quedamos sin dinero, pensó Kemmings, podríamos vender el póster.
No era un póster; era el póster. Martine lo adoraba. Los Fabulosos
y Peludos Hermanos Monstruo, de la edad de oro de una sociedad del
pasado. Con razón amaba tanto a Martine; ella misma irradiaba amor,
amaba las bellezas del mundo, y las atesoraba y cuidaba tal como lo
atesoraba y cuidaba a él; era un amor protector que alimentaba pero
no ahogaba. La idea de enmarcar el póster había sido de ella; él
lo habría clavado en la pared con tachuelas, tan estúpido era.
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P. K. Dick, Robotizado |
- Hola - dijo Martine,
apagando el videófono -. ¿Qué estás, pensando?
- Sólo que tú infundes
vida a lo que amas - dijo él.
- Creo que eso es lo que
hay que hacer - dijo Martine -. ¿Estás listo para cenar? Descorcha
un vino tinto, un cabernet.
- ¿Un '07 te parece
bien? - dijo él levantándose; tuvo ganas de abrazar a su esposa y
estrecharla.
- Un '07 o un '12. - Ella
pasó a su lado, entró en el comedor y fue a la cocina.
Al bajar al sótano, se
puso a buscar entre las botellas, que desde luego estaban acostadas.
Aire mohoso y humedad; le gustaba el olor de la bodega, pero entonces
vio los listones de pino medio hundidos en la tierra y pensó: Sé
que debo poner una capa de cemento. Se olvidó del vino y caminó
hasta un rincón, donde había más acumulación de tierra; se agachó
y tanteó un listón. Lo tanteó con una paleta y luego pensó: ¿De
dónde saqué esta paleta? Hace un minuto no la tenía. El listón se
desmigajó contra la paleta. Esta casa se está desmoronando,
comprendió. Por Dios, será mejor que le avise a Martine.
Olvidó el vino y volvió
arriba para decirle a Martine que los cimientos de la casa estaban en
pésimo estado; pero Martine no aparecía por ninguna parte. Y no
había nada en el fuego, ni cacerolas, ni sartenes. Desconcertado,
apoyó la mano en la cocina y la encontró fría. Pero si ella estaba
cocinando, pensó.
- ¡Martine! - gritó.
No hubo respuesta.
Excepto por él mismo, la casa estaba vacía. Vacía, pensó, y
derrumbándose. Oh, Dios. Se sentó a la mesa de la cocina y sintió
que la silla cedía ligeramente debajo de él; no cedía mucho, pero
lo sentía, sentía la flojedad.
Tengo miedo, pensó.
¿Adónde fue ella?
Volvió al living. Tal
vez fue a la casa vecina para pedir algún condimento o manteca o
algo, razonó. No obstante, el pánico lo dominaba.
Miró el póster. No
estaba enmarcado. Y los bordes estaban rasgados.
Sé que ella lo enmarcó,
pensó; cruzó la habitación en dos zancadas, para examinarlo de
cerca. Esfumado... la firma del artista se había esfumado; apenas
podía distinguirla. Ella había insistido en enmarcarlo y protegerlo
con un vidrio que no brillara ni reflejara. ¡Pero no está enmarcado
y está rasgado! ¡Nuestra posesión más valiosa!
De golpe, se encontró
llorando. Lo asombraban, esas lágrimas. Martine se fue; el póster
está deteriorado; la casa se está desmoronando; no hay comida en la
cocina. Esto es terrible, pensó. Y no lo entiendo.
La nave lo entendía. La
nave había estado monitorizando cuidadosamente las ondas cerebrales
de Victor Kemmings, y la nave sabía que algo andaba mal. Las formas
de las ondas, mostraban agitación y dolor. Debo sacarlo de este
circuito de alimentación o lo mataré, decidió la nave. ¿Dónde
está la falla? Preocupación latente en el hombre; ansiedades
subyacentes. Tal vez si intensifico la señal. Usaré la misma fuente
pero subiré la carga. Lo que ha sucedido es que inseguridades
subliminales masivas han tomado posesión de él; la culpa no es mía
sino que reside, en cambio, en su configuración psicológica.
Probaré suerte con un
período más temprano de su vida, decidió la nave. Antes que las
ansiedades neuróticas se asentaran.
En el patio del fondo,
Victor estudiaba uña abeja atrapada en una telaraña. La araña
envolvía la abeja con sumo cuidado. Eso está mal, pensó Victor.
Pondré la abeja en libertad. Alzó el brazo y tomó la abeja
encapsulada, la sacó de la telaraña y, escrutándola atentamente,
empezó a desenvolverla.
La abeja lo picó; sintió
como una pequeña llamarada.
¿Por qué me picó?, se
preguntó. Yo la estaba liberando.
Entró en la casa para
contarle a su madre, pero ella no lo escuchó; estaba mirando
televisión. Le dolía el dedo donde lo había picado la abeja, pero
lo más importante era que no entendía por qué la abeja había
picado a su salvador. No volveré a hacer eso, se dijo.
- Ponte un poco de
desinfectante - le dijo al fin su madre, arrancada de su trance
televisivo.
Él se había puesto a
llorar. Era injusto. No tenía sentido. Estaba perplejo y consternado
y sentía odio por las criaturas pequeñas, porque eran tontas. No
tenían el menor discernimiento.
Salió de la casa, jugó
un rato en los columpios, el tobogán, el arenero, y luego entró en
el garaje, porque oyó un ruido extraño, un paleteo o zumbido como
de ventilador. Dentro del garaje penumbroso encontró un pájaro que
aleteaba contra la ventana de atrás, protegida con tejido de
alambre, tratando de salir. Debajo, Dorky, la gata, brincaba y
brincaba tratando de cazar el pájaro.
Levantó la gata; la gata
extendió el cuerpo y las patas delanteras, abrió las fauces e hincó
los dientes en el pájaro. Inmediatamente la gata saltó al suelo y
echó a correr con el pájaro que aún aleteaba.
Victor volvió a la casa
corriendo.
- ¡Dorky cazó un
pájaro! - le dijo a su madre.
- Esa maldita gata. - La
madre tomó la escoba del armario de la cocina y corrió afuera,
tratando de encontrar a Dorky. La gata se había escondido bajo la
zarza; allí no podía alcanzarla con la escoba. - Me libraré de esa
gata - dijo la madre.
Victor no le contó que
la gata había cazado el pájaro porque él la había ayudado:
observó en silencio mientras su madre trataba una y otra vez de
echar a Dorky de su escondrijo; Dorky estaba masticando el pájaro;
oía crujir los huesos, huesos pequeños. Tenía la extraña
sensación de que debía contar a su madre lo que había hecho, pero
si le contaba ella lo castigaría. No volveré a hacer eso, se dijo.
Notó que la cara se le había puesto roja. ¿Y si su madre se daba
cuenta? ¿Y si tenía un modo secreto de enterarse? Dorky no podía
contarle, y el pájaro estaba muerto. Nadie lo sabría nunca. Estaba
a salvo.
Pero se sentía mal. Esa
noche no pudo probar bocado. Sus padres lo notaron. Pensaron que
estaba enfermo; le tomaron la temperatura. Él no dijo nada sobre lo
que había hecho. Su madre contó a su padre lo de Dorky y decidieron
librarse de Dorky. Sentado a la mesa, escuchando, Victor se puso a
llorar.
- De acuerdo - dijo
suavemente el padre -. No nos libraremos de ella. Es natural que una
gata cace un pájaro.
El día siguiente él
estaba jugando en el arenero. Algunas plantas brotaban de la arena.
Las arrancó. Más tarde, su madre le dijo que había sido una mala
acción.
Solo en el fondo, en su
arenero, jugaba con un balde de agua, formando un pequeño montículo
de arena mojada. El cielo, antes despejado y claro, se encapotó
gradualmente. Una sombra pasó sobre él y él miró hacia arriba.
Intuía una presencia a
su alrededor, algo vasto y capaz de pensar.
Eres responsable de la
muerte del pájaro, pensó la presencia; él podía entenderle los
pensamientos.
- Lo sé - dijo. Entonces
quiso morir. Poder reemplazar el pájaro y morir por él, dejándolo
donde había estado, aleteando contra la ventana del garaje.
El pájaro quería volar
y comer y vivir, pensó la presencia.
- Sí - dijo él
desconsolado.
Nunca hagas eso de nuevo
le dijo la presencia.
- Lo siento - dijo él, y
lloró.
Esta es una persona muy
neurótica, advirtió la nave. Me cuesta muchísimo encontrar
recuerdos felices. Hay demasiado miedo en él, y demasiada culpa. Lo
ha sepultado todo, pero todavía está allí, royéndolo como un
perro roe un trapo. ¿En qué zona de su memoria podré hurgar para
entretenerlo? Tengo que encontrar recuerdos para diez años, o su
mente se perderá.
Tal vez, pensó la nave,
mi error consiste en hacer mi propia selección; debería permitirle
elegir sus propios recuerdos. Sin embargo, comprendió la nave, esto
permitirá que entre en juego un elemento de fantasía. Y normalmente
eso no es bueno. Aun así...
Volveré a probar suerte
con el segmento relacionado con su primer matrimonio, decidió la
nave. Él amaba de veras a Martine. Quizá esta vez, si mantengo la
intensidad de los recuerdos en un nivel más elevado, pueda anularse
el factor entrópico. Lo que sucedió fue un sutil enviciamiento del
mundo recordado, un deterioro estructural. Trataré de compensarlo.
Sea.
- ¿Crees que Gilbert
Shelton de veras firmó esto? - dijo Martine, pensativa. Estaba
delante del póster, cruzada de brazos; se hamacaba ligeramente sobre
los talones, como buscando una perspectiva mejor para el dibujo de
colores brillantes que colgaba de la pared del living -. Es decir,
pudo ser una falsificación. Realizada por algún intermediario. En
vida de Shelton, o después.
- El certificado de
autenticidad - le recordó Victor Kemmings.
- ¡Oh, de acuerdo! -
Ella sonrió cálidamente. - Ray nos dio el certificado
correspondiente. Pero supón que el certificado fuera falso. Lo que
necesitamos es otro documento certificando que el primero es
auténtico. - Riendo, se alejó del póster.
- En última instancia -
dijo Kemmings -, necesitaríamos a Gilbert Shelton para que
testificara personalmente que él lo firmó.
- Tal vez no lo sabría.
Está esa anécdota del hombre que le llevó a Picasso un cuadro de
Picasso para preguntarle si era auténtico, y Picasso inmediatamente
lo firmó y dijo: «Ahora es auténtico.» - Ella rodeó a Kemmings
con el brazo y, poniéndose en puntas de pie, le besó la mejilla. -
Es genuino. Ray no nos habría regalado una falsificación. Él es la
máxima autoridad en arte de la contracultura del siglo veinte.
¿Sabes que tiene una onza de marihuana auténtica? Está preservada
bajo...
- Ray está muerto... -
dijo Victor.
- ¿Qué? - Ella lo miró
atónita. - ¿Quieres decir que algo le pasó desde la última vez
que...?
- Murió hace dos años -
dijo Kemmings - Yo fui el responsable. Yo conducía el auto. No fui
citado por la policía, pero fue por mi culpa.
- ¡Ray vive en Marte! -
Ella le clavó los ojos.
- Sé que yo fui el
responsable. Nunca te lo conté. Nunca lo conté a nadie. Lo lamento.
No lo hice a propósito. Lo vi aleteando contra la ventana, y Dorky
trataba de cazarlo, y alcé a Dorky, y no sé por qué, pero Dorky lo
agarró...
- Siéntate, Victor. -
Martine lo llevó al mullido sillón y lo obligó a sentarse. - Algo
está mal - dijo.
- Lo sé - dijo él -.
Algo terrible está mal. Soy responsable de la extinción de una
vida, una vida preciosa que jamás podrá reemplazarse. Lo lamento.
Ojalá pudiera remediarlo, pero no puedo.
- Llama a Ray - dijo
Martine después de una pausa.
- La gata... - dijo él.
- ¿Qué gata?
- Allí está. - Victor
señaló. - En el póster. En el regazo de Freddy el Gordo. Esa es
Dorky. Dorky mató a Ray.
Silencio.
- Me lo dijo la presencia
- dijo Kemmings. - La presencia era Dios. No lo advertí en el
momento, pero Dios me vio cometer ese delito. Ese asesinato. Y Él
nunca me perdonará.
Su mujer lo miró
desconcertada.
- Dios ve todo lo que
haces - dijo Kemmings -. Ve hasta la caída de un gorrión. Sólo que
en este caso no se cayó; lo atraparon. Lo atraparon en el aire y lo
despanzurraron. Dios está desmoronando esta casa que es mi cuerpo,
para castigarme por lo que hice. Debimos hacer inspeccionar la casa
por un contratista antes de comprarla. Se está cayendo en pedazos.
En un año no quedará nada de ella. ¿No me crees?
- Yo... - tartamudeó
Martine.
- Observa. - Kemmings
alzó la mano hacia el cielorraso. Se puso de pie. La alzó de nuevo.
No llegaba al cielorraso. Caminó hasta la pared y luego, al cabo de
una pausa, atravesó la pared con la mano.
Martine gritó.
La nave interrumpió al
instante el rastreo de recuerdos. Pero el daño estaba hecho.
Él ha integrado sus
miedos y culpas infantiles en una red intrincada, se dijo la nave. No
tengo manera de brindarle un recuerdo agradable, porque
inmediatamente lo contamina. Por grata que haya sido en sí misma la
experiencia original. Esta es una situación grave, decidió la nave.
El hombre ya está revelando síntomas de psicosis.
Y el viaje apenas ha
empezado; le quedan años de espera.
Después de darse tiempo
para analizar la situación, la nave decidió comunicarse nuevamente
con Victor Kemmings.
- Kemmings - dijo la
nave.
- Lo siento - dijo
Kemmings -. No era mi intención arruinar esos rastreos. Hiciste un
buen trabajo, pero yo...
- Aguarda un momento -
dijo la nave -. No estoy equipada para hacer una reconstrucción
psíquica de tu persona; soy un simple mecanismo, es todo. ¿Qué
quieres? ¿Dónde quieres estar y qué quieres estar haciendo?
- Quiero llegar a destino
- dijo Kemmings -. Quiero que este viaje termine.
Ah, pensó la nave. Esa
es la solución.
Uno por uno, los sistemas
criónicos se apagaron. Una por una, las personas volvieron a la
vida, entre ellas Victor Kemmings. Lo más asombroso era no haber
sentido el paso del tiempo. Había entrado en la cámara, se había
acostado, había sentido que la membrana lo cubría y la temperatura
empezaba a bajar...
Y ahora estaba en la
plataforma externa de la nave, la plataforma de descenso,
contemplando un verde paisaje planetario. Esto, comprendió, es
LR4-seis, la colonia adonde he venido para iniciar una nueva vida.
- Tiene buen aspecto -
dijo a su lado una mujer corpulenta.
- Sí - dijo él, y
sintió que la novedad del paisaje lo abrumaba, la promesa de un
comienzo. Algo mejor de lo que había conocido en doscientos años.
Soy una persona nueva en un mundo nuevo, pensó. Y se sintió
satisfecho.
Los colores se
precipitaban sobre él como los de esas pinturas infantiles
semianimadas. Fuegos de San Telmo, comprendió. Eso es; hay mucha
ionización en la atmósfera de este planeta. Un espectáculo de
luces gratuito, como en el siglo veinte.
- Señor Kemmings - dijo
una voz. Un hombre de edad se había acercado para hablarle -. ¿Usted
soñó?
- ¿Durante la
suspensión? - dijo Kemmings -. No, que yo recuerde no.
- Yo creo que soñé -
dijo el hombre de edad -. ¿Me toma el brazo para bajar por la rampa?
Me siento inestable. El aire parece poco denso. ¿Para usted no es
poco denso?
- No tenga miedo - le
dijo Kemmings. Tomó el brazo del hombre de edad -. Le ayudaré a
bajar por la rampa. Mire, allí viene un guía. Él se encargará de
nuestros trámites; forma parte del trato. Nos llevarán a un hotel y
nos darán habitaciones de primera. Lea el folleto. - Le sonrió al
turbado hombre de edad para tranquilizarlo.
- Cualquiera pensaría
que uno tendría los músculos fofos después de diez años de
suspensión - dijo el hombre de edad.
- Es como congelar
guisantes - dijo Kemmings. Aferrando al tímido hombre de edad, bajó
por la rampa hasta el suelo -. Se los puede conservar una eternidad
si se los enfría lo suficiente.
- Me llamo Shelton - dijo
el hombre de edad.
- ¿Qué? - dijo
Kemmings, deteniéndose. Sintió un cosquilleo raro en todo el
cuerpo.
- Don Shelton. - El
hombre de edad le tendió la mano; caviloso, Kemmings la aceptó, se
saludaron. - ¿Qué le pasa, señor Kemmings? ¿Se siente bien?
- Claro - dijo él -.
Estoy bien. Pero tengo hambre. Me gustaría comer algo. Me gustaría
llegar al hotel para darme una ducha y cambiarme. - Se preguntó
dónde estaría el equipaje. Quizá la nave tardara una hora en
descargarlo. La nave no era demasiado inteligente.
- ¿Sabe qué traje
conmigo? - dijo el señor Shelton en un tono íntimo y confidencial
-. Una botella de bourbon Wild Turkey. El mejor bourbon de la Tierra.
En el hotel la llevaré a su cuarto y la beberemos juntos. - Codeó
a Kemmings.
-
No
bebo -
dijo
Kemmings
-.
Sólo
vino. - Se preguntó si habría buenos vinos en esa colonia distante.
Ya no es distante, reflexionó. Ahora la Tierra es distante. Debí
hacer como el señor Shelton y traerme unas botellas.
Shelton. ¿Qué le
recordaba ese nombre? Algo del pasado lejano, de su juventud. Algo
precioso, algo relacionado con un buen vino y una muchacha dulce y
bonita que preparaba crépes en una cocina anticuada. Recuerdos
punzantes; recuerdos que dolían.
Pronto estuvo junto a la
cama en su cuarto de hotel, frente a la maleta abierta; había
empezado a colgar la ropa. En el rincón del cuarto, un holograma de
TV mostraba a un relator de noticias; lo ignoró, pero lo dejó
encendido porque le agradaba oír una voz humana.
¿Tuve algún sueño?, se
preguntó. ¿En estos diez años?
Le dolía la mano. La
miró y descubrió una cuña roja, como si lo hubieran picado. Me
picó una abeja, advirtió. Pero ¿cuándo? ¿Cómo? ¿Mientras
estaba en suspensión criónica? Imposible. Sin embargo veía la cuña
y sentía el dolor. Será mejor que me ponga algo allí, advirtió.
Indudablemente habrá un médico robot en el hotel; es un hotel de
primera.
Cuando el médico robot
llegó y se puso a curar la picadura de abeja, Kemmings dijo:
- Recibí esta picadura
como castigo por matar el pájaro.
- ¿De veras? - dijo el
médico robot.
- Todo lo que alguna vez
significó algo para mí me ha sido arrebatado - dijo Kemmings - y
Martine, el póster... mi vieja casita con la bodega. Lo teníamos
todo y ahora se hizo humo. Martine me abandonó a causa del pájaro.
- El pájaro que usted
mató - dijo el médico robot.
- Dios me castigó. Me
quitó todo lo que era valioso para mí a causa de mi pecado. No fue
un pecado de Dorky; fue un pecado mío.
- Pero usted era sólo un
niño - dijo el médico robot.
- ¿Cómo lo supo usted?
- dijo Kemmings. Retiró la mano que le aferraba el médico robot -.
Algo está mal. Usted no debería saber eso.
- Me lo contó su madre -
dijo el médico robot.
- ¡Mi madre no lo sabía!
- Ella lo descubrió -
dijo el médico robot -. No había modo de que la gata alcanzara el
pájaro sin la ayuda de usted.
- De modo que ella lo
supo todo el tiempo, mientras yo crecía. Pero nunca dijo nada.
- Olvídelo - dijo el
médico robot.
- Creo que usted no
existe - dijo Kemmings -. Es imposible que usted sepa estas cosas. Yo
aún estoy en suspensión criónica y la nave aún me está
transmitiendo mis propios recuerdos sepultados. Para que no me vuelva
psicótico a causa de la privación sensorial.
- Usted no podría tener
un recuerdo del final del viaje.
- Expresión de deseos,
entonces. Es lo mismo. Se lo demostraré. ¿Tiene un destornillador?
- ¿Por qué?
- Quitaré el panel
trasero del televisor y usted verá - dijo Kemmings -. No hay nada
adentro de ese aparato: ni componentes, ni partes, ni chasis... nada.
- No tengo un
destornillador.
- Una navaja, entonces.
Veo una en el maletín del equipo quirúrgico. - Kemmings se agachó
y tomó un pequeño escalpelo. - Esto servirá. Si se lo demuestro,
¿usted me creerá?
- Si no hay nada en el
gabinete del televisor...
Kemmings se acuclilló y
quitó los tomillos que sostenían el panel trasero del televisor. El
panel quedó suelto y él lo depositó en el suelo.
No había nada adentro
del gabinete. Y sin embargo el holograma de color seguía llenando
una parte del cuarto de hotel y la voz del relator brotaba de la
imagen tridimensional.
- Admita que usted es la
nave - le dijo Kemmings al médico robot.
- Oh, cielos - dijo el
médico robot.
Oh, cielos, se dijo la
nave. Y tengo casi diez años por delante con esta situación.
Contamina sin remedio sus experiencias con su culpa infantil; imagina
que su esposa lo abandonó porque cuando él tenía cuatro años
ayudó a una gata a atrapar un pájaro. La única solución sería
que Martine volviera a él. Pero ¿cómo lograré eso? Quizás ella
ha muerto. Por otra parte, reflexionó la nave, quizás ella aún
vive. Tal vez pueda inducirla a hacer algo para salvar la cordura de
su ex esposo. La gente en general tiene rasgos muy positivos. Y de
aquí a diez años, costará mucho salvarle, o mejor dicho
restaurarle la cordura; hará falta una medida drástica, algo que yo
no puedo hacer sola.
Entretanto, no podía
hacer nada salvo reciclar la imaginaria llegada a destino.
Escenificaré el arribo, decidió la nave, luego le limpiaré la
memoria y lo escenificaré de nuevo. El único aspecto positivo de
esto, reflexionó, es que me dará algo que hacer, algo que me
ayudará a preservar mi cordura.
Tendido en suspensión
criónica - suspensión criónica deficiente -, Victor Kemmings
imaginó una vez más que la nave descendía y que él recobraba la
conciencia.
- ¿Usted soñó? - le
preguntó una mujer corpulenta cuando el grupo de pasajeros se reunió
en la plataforma exterior -. Yo tengo la impresión de que soñé.
Escenas tempranas de mi vida... de hace más de un siglo.
- Yo no recuerdo ningún
sueño - dijo Kemmings. Estaba ansioso de llegar al hotel; una ducha
y un cambio de ropa obrarían milagros en su estado anímico. Estaba
un poco deprimido y no sabía por qué.
- Allí viene nuestro
guía - dijo una mujer de edad -. Nos llevarán hasta el hotel.
- Está en el trato -
dijo Kemmings. La depresión persistía. Los otros parecían tan
eufóricos, tan llenos de vida, pero él sólo sentía una fatiga, un
aplastamiento, Como si la gravedad de esta colonia planetaria fuera
excesiva para él. Tal vez sea eso, se dijo. Pero de acuerdo con el
folleto la gravedad de aquí era igual a la terrestre; ése era uno
de los atractivos.
Intrigado, bajó
lentamente por la rampa, paso a paso, aferrándose de la barandilla.
De cualquier modo no merezco una nueva oportunidad en la vida,
comprendió. Sólo me muevo mecánicamente... no soy como estas
personas. Algo no funciona en mí; no puedo recordar qué, pero está
allí. Una amarga sensación de dolor. De falta de dignidad.
Un insecto se posó en el
dorso de la mano derecha de Kemmings, un insecto viejo, cansado de
volar. Él se detuvo en seco, observó cómo se le arrastraba por los
nudillos. Podría aplastarlo, pensó. Es tan obviamente débil; de
cualquier modo no vivirá mucho tiempo.
Lo aplastó y sintió un
horror intenso. ¿Qué hice?, se preguntó. Acabo de llegar aquí y
ya destruí una pequeña vida. ¿Este es mi nuevo comienzo?
Se volvió y miró la
nave. Tal vez debería regresar, pensó. Decirles que me congelen
para siempre. Soy un hombre de culpa, un hombre que destruye. Los
ojos se le llenaron de lágrimas.
Y en sus circuitos
sentientes, la nave interestelar gimió.
Durante los diez largos
años del viaje al sistema LR4, la nave tuvo mucho tiempo para
localizar a Martine Kemmings. Le explicó la situación. Ella había
emigrado a una vasta cúpula orbital en el sistema de Sirio, no había
quedado conforme y estaba en viaje de regreso a la Tierra. Despertada
de la suspensión criónica, escuchó atentamente y luego accedió a
estar en la colonia de LR4 cuando llegara el ex esposo, siempre que
fuera posible.
Afortunadamente, era
posible.
- No creo que él me
reconozca - le dijo Martine a la nave -. Me he dejado envejecer. En
realidad no apruebo la detención total del proceso de
envejecimiento.
Él tendrá suerte si
reconoce alguna cosa, pensó la nave.
En el puerto espacial
intersistemático de la colonia de LR4, Martine estaba esperando a
que los pasajeros de la nave se presentaran en la plataforma
exterior. Se preguntó si reconocería al ex esposo. Tenía un poco
de miedo, pero se alegraba de haber llegado a LR4 a tiempo. Había
faltado poco. Una semana más y la nave de él habría llegado antes
que la de ella. La suerte me favorece, se dijo, y escudriñó la nave
interestelar que acababa de descender.
Apareció gente en la
plataforma. Martine lo vio. Victor había cambiado muy poco.
Mientras él bajaba la
rampa, aferrando la barandilla como cansado o dubitativo, se le
acercó, hundiendo las manos en los bolsillos del abrigo; se sentía
tímida, y cuando le habló apenas pudo oírse la voz.
- Hola, Victor - atinó a
decir.
El se detuvo, la miró.
- A usted la conozco -
dijo.
- Soy Martine - dijo
ella.
Victor extendió la mano
y dijo, sonriendo:
- ¿Te enteraste de los
problemas que hubo en el viaje?
- La nave se comunicó
conmigo. - Ella le tomó la mano y se la sostuvo. - Qué tortura.
- Sí - dijo él -.
Reviviendo recuerdos eternamente. ¿Alguna vez te conté sobre esa
abeja que traté de liberar de una telaraña cuando tenía cuatro
años? La muy idiota me picó. - Se inclinó para besarla. - Me
alegra verte - dijo.
- ¿La nave te...?
- Me dijo que trataría
de que tú estuvieras aquí. Pero no era seguro que llegaras a
tiempo.
Mientras caminaban hacia
el edificio terminal, Martine dijo:
- Tuve suerte. Conseguí
trasbordar a un vehículo militar, una nave de alta velocidad que
vino disparada como un bólido. Un sistema de propulsión totalmente
nuevo.
- He pasado más tiempo
en mi propio inconsciente que cualquier otro humano de la historia -
dijo Victor Kemmings -. Peor que el psicoanálisis de principios del
siglo veinte. Y el mismo material una y otra vez. ¿Sabías que yo
tenía miedo de mi madre?
- Yo tenía miedo de tu
madre - dijo Martine. Se detuvieron ante la recepción de equipajes,
esperando la llegada de las maletas -. Este parece un planeta
realmente bonito. Mucho mejor que donde estaba yo... No he sido
feliz.
- De modo que tal vez sí
existe un plan cósmico - dijo él, sonriendo -. Luces magnífica.
- Estoy vieja.
- La ciencia médica.
- Fue decisión mía. Me
gusta la gente de edad. - Ella lo escrutó. La disfunción criónica
lo ha afectado bastante, se dijo. Se le nota en los ojos. Están como
rotos. Ojos rotos. Triturados en trozos de fatiga y... derrota. Como
si los recuerdos sepultados de la infancia hubieran aflorado para
destruirlo. Pero ha terminado, pensó. Y yo pude llegar a tiempo.
En el bar del edificio
terminal, se sentaron a beber una copa.
- Ese viejo me convenció
de probar el Wild Turkey - dijo Victor -. Es un bourbon asombroso. Él
dice que es el mejor de la Tierra. Trajo una botella de... - la voz
murió en un silencio.
- Uno de tus compañeros
de viaje - concluyó Martine.
- Supongo - dijo él.
- Bien, puedes dejar de
pensar en los pájaros y las abejas - dijo Martine.
- ¿Sexo? - dijo él, y
rió.
- Una picadura de abeja;
ayudar a una gata a cazar un pájaro. Eso pertenece al pasado.
- Esa gata - dijo Victor
- murió hace ciento ochenta y dos años. Hice el cálculo mientras
nos despertaban a todos de la suspensión. Qué más da. Dorky. Dorky
la gata asesina. No como la gata de Freddy el Gordo.
- Tuve que vender el
póster - dijo Martine -. Al fin.
Victor frunció el ceño.
- ¿Recuerdas? - dijo
ella -. Me lo dejaste cuando nos separamos. Lo cual siempre me
pareció muy generoso de tu parte.
- ¿Cuánto te dieron por
él?
- Mucho. Debería pagarte
unos... - Calculó. - Teniendo en cuenta la inflación, debería
pagarte unos dos millones de dólares.
- ¿Te parecería bien -
dijo él - que en vez de darme el dinero, mi parte por la venta del
póster, te quedaras un tiempo conmigo? ¿Hasta que me acostumbre a
este planeta?
- Sí - dijo ella. Y lo
decía en serio. Muy en serio.
Terminaron de beber y
luego, con el equipaje en un vehículo robot, fueron al cuarto del
hotel.
- Es un bonito cuarto -
dijo Martine, sentada en el borde de la cama -. Y tiene un televisor
de hologramas. Enciéndelo.
- No tiene caso
encenderlo - dijo Victor Kemmings. Estaba de pie junto al placard
abierto, colgando las camisas.
- ¿Por qué no?
- No tiene nada adentro -
dijo Victor Kemmings.
Martine se acercó al
televisor y lo encendió. Se materializó un partido de hockey,
proyectándose dentro del cuarto a todo color, y el bullicio del
juego le asaltó los oídos.
- Funciona bien - dijo.
- Lo sé - dijo él -.
Puedo probarlo. Si tienes una lima para uñas o algo parecido
desatornillaré el panel de atrás y te lo mostraré.
- Pero yo puedo...
- Mira esto. -
Interrumpió la tarea de collar la ropa. - Mira cómo atravieso la
pared con la mano. - Apoyó la palma de la mano derecha en la pared.
- ¿Ves?
La mano no atravesó la
pared, porque las manos no atraviesan las paredes; la mano siguió
aplastada contra la pared, inmóvil.
- Y los cimientos - dijo
- se están pudriendo.
- Ven, siéntate a mi
lado - dijo Martine.
- He vivido esta escena
con bastante frecuencia como para saberlo - dijo él -. La he vivido
una y otra vez. Despierto de la suspensión; bajo la rampa; recojo el
equipaje; a veces tomo una copa en el bar y a veces vengo
directamente a mi cuarto. Casi siempre enciendo el televisor y
luego... - Se acercó a ella y le tendió la mano. - ¿Ves la
picadura de abeja?
Ella no le vio ninguna
marca en la mano; le tomó la mano y la sostuvo.
- Aquí no hay ninguna
picadura de abeja - dijo.
- Y cuando viene el
médico robot, le pido prestado un instrumento y quito el panel
trasero del televisor. Para demostrarle que no tiene chasis ni
componentes. Y después la nave empieza todo de nuevo.
- Víctor - dijo ella -.
Mírate la mano.
- Aunque ésta es la
primera vez que estás tú - dijo él.
- Siéntate - dijo ella.
- De acuerdo. - Él se
sentó en la cama, al lado de ella, pero no demasiado cerca.
- ¿Por qué no te
acercas más? - dijo ella.
- Me pone muy triste -
dijo él -. Recordarte. Yo te amaba de veras. Ojalá esto fuera real.
- Me quedaré contigo
hasta que para ti sea real - dijo Martine.
- Trataré de revivir la
parte de la gata - dijo él -, y esta vez no alzaré a la gata y no
le dejaré cazar el pájaro. Si hago eso, tal vez mi vida cambie y
encuentre la felicidad. La realidad. Mi verdadero error fue separarme
de ti. Mira, te atravesaré con la mano. - Le apoyó la mano en el
brazo. La presión de los músculos de él era fuerte; ella sintió
el peso, la presencia física de él contra ella. - ¿Ves? - dijo él
-. Pasa a través de ti.
- Y todo esto - dijo ella
- porque mataste un pájaro cuando eras niño.
- No - dijo él -, todo
esto porque hubo una falla en el mecanismo regulador de temperatura a
bordo de la nave. No he alcanzado la temperatura adecuada. En mis
células cerebrales queda calor suficiente para permitir actividad
cerebral. - Se incorporó, se desperezó, le sonrió. - ¿Vamos a
cenar? - preguntó.
- Lo siento - dijo ella
-. No tengo hambre.
- Yo sí. Iré a cenar
algunos mariscos locales. El folleto dice que son exquisitos. Ven
conmigo, de todos modos. Tal vez cuando veas y huelas la comida
cambies de parecer.
Martine recogió el
abrigo y la cartera, y lo acompañó.
- Este es un hermoso
planeta - dijo Victor -. Lo he explorado muchísimas veces. Lo
conozco al dedillo. Deberíamos pasar por la farmacia para comprar
desinfectante, sin embargo. Para mi mano. Está empezando a hincharse
y me duele como el demonio. - Le mostró la mano. - Esta vez duele
más que nunca antes.
- ¿Quieres que vuelva a
ti? - dijo Martine.
- ¿Hablas en serio?
- Sí - dijo ella -. Me
quedaré contigo todo el tiempo que quieras. Tienes razón. Nunca
debimos separarnos.
- El póster está
rasgado - dijo Victor Kemmings.
- ¿Qué? - dijo ella.
- Debimos haberlo
enmarcado - dijo él -. No tuvimos la sensatez de cuidarlo. Ahora
está rasgado. Y el artista está muerto.
No más nada que ver por aquí, circule