Ya expliqué en esta entrada de qué se trata.
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Selecciones
v11.0
En
suma, la vida es la que mata.
Macedonio Fernández, colaboración del
la Zapaya
Mujeres
2.0
Amo
a las mujeres porque sus almas son poesía, sus cuerpos son esculturas
y sus voces música.
Además
se ponen pintura y te hacen teatro.
Y
lo más importante ¡Se cruzan de piernas!
Dos
por tres se les ve el centro cultural.
El
vendedor de tortas de Plaza Italia
i
Durante
mi primera permanencia en ese círculo obtuve cierta información,
que no puedo decir si provenía del propio e círculo o si era el
producto de inconscientes meditaciones mías. De cualquier manera,
la información llegó con la precisión y la fuerza necesarias para
darme el coraje de realizar el experimento que ella me sugería. A
mi anterior comprobación de que desechando las esperanzas podía
reducir considerablemente la
distancia que me separaba de los
objetos, se sumó la intuición -la certeza- de que logrando cierto
estado de ánimo, cierta actitud que incluía algo así como perder
los puntos de referencia, podía trasladarme con un mínimo de
esfuerzo exactamente al lugar que deseara. Era como lanzarse al
vacío desde el vacío; sólo bastaba fijar, antes, en la mente, sin
ansiedad y sin es zas, el lugar al cual deseaba acceder; luego,
borrarlo todo y saltar.
Así,
pensé en un dodecágono que había visto ya no recordaba dónde, y
luego, olvidando el círculo y el mismo dodecágono, salté con los
ojos cerrados en cualquier dirección: entonces me encontré parado
exactamente en el dodecágono deseado. Practiqué muchas veces esta
especie de juego, que tenía su lado divertido, hasta obtener la
seguridad absoluta de su funcionamiento. Visité muchas figuras ya
transitadas, regresé muchas veces al círculo, y luego experimenté
saltar hacia figuras desconocidas, que dibujaba prolijamente, en mi
imaginación. También así funcionaba el sistema.
Esto
me dio coraje para intentar un salto hacia el parque verde, junto a
Beatriz. Imaginé el lugar, y la figura de Beatriz; borré todo eso
de mi mente, y salté. El vértice de un triángulo cercano me
atravesó el hombro produciéndome un tremendo dolor y un leve
desmayo. Perdía sangre abundamentente y estaba muy asustado. Sin
embargo, conseguí utilizar otra vez el sistema para regresar al
círculo y allí, tras un breve reposo, la herida cicatrizó
rápidamente y el dolor cesó. El sistema no servía para acceder a
lugares tridimensionales. Me que debía hacerme a la idea de no poder
abandonar jamás ese lugar geométrico, esa soledad eterna, esa
uniformidad que ya comenzaba a hacerme desear la muerte.
Novela Geométrica, Mario
Levrero
+
sueños
2.0
Estoy durmiendo en una especie
de celda. Cuatro paredes bien desnudas. La luna cuela sus rayos por
el ventanillo. Como no dispongo ni de un mísero jergón me veo
obligado a acostarme en el suelo. Debo confesar que siento bastante
frío. No es invierno todavía, pero yo estoy desnudo y a esta altura
del año la temperatura baja mucho por la madrugada.
De pronto alguien me saca de
mi sueño. Medio dormido todavía veo parado frente a mí un hombre
que, como yo, también está desnudo. Me mira con ojos feroces. Veo
en su mirada que me tiene por enemigo mortal.
-¿Ha perdido algo? - le
pregunto.
-Busco un arma con que
matarte.
-¿Matarme... ?- y la voz se
me hiela en la garganta.
-Sí, me gustaría matarte.
He entrado aquí por casualidad. Pero no tengo armas ¿viste?
-Con las manos- le digo a
pesar de mí, y miro con terror sus manos de hierro.
-No puedo matarte, sino con
un arma.
-Ya ves que no hay ninguna en
esta celda.
-Salvás la vida- me dice con
una risita protectora.
-También el sueño- le
contesto y empiezo a roncar plácidamente.
Una
desnudez salvadora, Virgilio Piñera
Perdido y encontrado
Encontré un pájaro acuático
muerto en medio del estacionamiento. No había coches. El pájaro
estaba en perfectas condiciones. Desmayado y sin huellas de sangre.
Me lo llevé a casa y lo metí en la heladera. Al día siguiente mi
papá y yo lo llevamos por las casas de la vecindad preguntando a la
gente si habían visto alguna vez a un pájaro como ése. Nadie lo
recordaba. Se lo llevamos al taximerdista y tampoco supo decirnos que
clase de pájaro era, aunque todos estábamos de acuerdo en que tenía
que ser un pájaro acuático porque tenía los pies con membranas
interdáctilares. El taximerdista tenía le teoría de que el pájaro
debía de estar volando por encima del estacionamiento y confundió
los reflejos del pavimento por un lago. Suponía
que el pájaro se estrelló contra el asfalto y se rompió el cogote.
A mí me pareció tan desaforada esa teoría que durante varios días
no dejé de pensar en ella. Me ponía en el lugar del pájaro,
volando por encima del estacionamiento, haciendo una travesía en
busca de un lago ¿por qué un pájaro así se encontraba, para
empezar, tan lejos de los lugares en donde hay lagos? ¿cómo podría
perderse un pájaro?
Sam
Shepard 30/1/80, Homestead Valley, CA
A partir de cierto punto no hay retorno posible. Ése es el punto al
que hay que llegar.
Franz Kafka
La tragedia de ir a ver Titanic
El
otro día fui a ver Titanic. No la pude ver. Entré al cine y todo,
pero la gente estaba muy exaltada. Hizo furor, esa película, y no
sé, en la sala había mucha gente que gritaba, y no se aguantaba la
ansiedad, y es raro, porque es una película que aunque no la haya
visto, todo el mundo sabe cómo termina, pero igual, en el cine había
una barahúnda impresionante y yo empecé a pedirle a alguna gente
que no gritara, y una mujer me dijo "¡shhh!" y otro tipo
desde atrás gritó "¡Basta, cállense!" y otro le
contestó "¿Se puede saber por qué no se calla?". Y yo le
dije "¡shhh!" y alguien desde algún lado me gritó
"¡silencio!", y una mujer le dijo "pide silencio y
está gritando", y yo le dije a la mujer "shhhhhhhhhhh"
y otro tipo desde adelante me dijo "cállese, parece una
gallina" y el que estaba al lado le dijo que se callara la boca
y otro tipo le dijo a ése "y usté por qué no predica con el
ejemplo". Y una mujer con voz angustiosa preguntó "¿se
pueden callar, por favor?", y su vecino de asiento enseguida le
dijo "¡shhht!" y ella le preguntó "shhht qué"
y él le dijo "que se calle" y ella le preguntó "¿yo
me tengo que callar? ¿y usté no?. "Se callan los dos"
dijo otro tipo. "Perdón: los tres", dijo otro que también
se metió. Y otro más dijo "sigan, sigan hablando, nomás;
total...". "¡No me dejan escuchar!", dijo otro. "usté
tampoco a mí", le contestó una mujer. "La conversación
no llegó al baño para que salten los soretes", dijo otra. Y el
compañero de la primera mujer la salió a defender y fue adonde
estaba la otra porque la quería insultar, pero entonces la reconoció
y le dijo "¡Olga! ¡Qué hacés acá!" y ella le dijo
"¡vos, qué hacés acá, que me dijiste que hoy tenías horas
extras en el trabajo, ¿y quién es ésa que está ahí contigo?!".
Y otra tipa desde otro asiento dijo "¡terminen con esa
telenovela estúpida! ¡yo vine a ver la película!". "Entonces,
si viniste a ver la película, por qué no te callás", le
contestó otra voz. "¡Termínenla de una vez!", dijo otro
tipo, y empezó a grito pelado a llamar al acomodador. Otro le dijo
"callate, ¿no ves que con esos gritos no dejás escuchar
nada?", y el otro le contestó "estoy llamando al portero
para que haga callar a la gente como vos". "Si viene el
portero, le voy a pedir que los eche a los dos", dijo una mujer.
"¡Chitón!", gritó otro tipo. "¿Chitón?",
preguntó otro, "qué te creés que viniste a ver, ¿George de
la Selva?". "¡Basta, ¿no ven que si siguen así van a
suspender la función?!", gritó otra mujer. "Yo pagué mi
entrada", dijo un tipo, "no pueden suspender la función".
"¡Que nos devuelvan la plata!", gritó otro tipo. Y una
tipa le dijo "le van a devolver la plata sólo a los que se
portaron bien. A los que molestaban, como usté, no les van a dar
nada". "Y a vos te van a cobrar multa por hablar", le
contestó él. "Y a vos te van a sacar de culo", dijo otra
voz por ahí. "Vení a decírmelo acá", gritó el otro.
"¿Por qué no se van a pelear afuera y nos dejan a nosotros
mirar la película en paz?", protestó otro. "Vos metete en
lo tuyo", le contestaron. Y otro dijo "si todos se
callaran, estaríamos disfrutando de un excelente espectáculo".
A éste otro le contestó "si se hubiera abstenido de decir esa
boludez, usté habría hecho una contribución importante al silencio
de la sala". Y otro le preguntó "¿por qué no mira la
viga que hay en su ojo en vez de mirar la paja en el ojo ajeno?".
"¡Callate, pajero!", le gritaron a éste. Y así siguió
la cosa todo el tiempo que duró la película. Cuando terminó, me
fui a casa frustrado pero prendí la tele y por suerte recién
empezaba -y lo pude ver entero- mi programa preferido: El Crucero del
Amor.
Caen sobre mì, las cadenas...
Eduardo
tiró su saco en el sofá, soltó un suspiro y dijo que iba contarme
una historia impresionante. A su mirada la cruzaba un inquieto
resplandor. Cuando le ofrecí café, me detuvo con gesto imperioso.
–Más
tarde –dijo–. Ahora sentate y escuchá.
Se
desabrochó el cuello y acomodó en la silla. Le salieron palabras
inconexas que tapó con su mano. Los ojos se habían vuelto pequeños
y empañados. Inspiró hondo y preguntó si alguna vez había sido
jurado en un concurso de cuentos.
La
pregunta me sonó descabellada en ese instante, una suerte de excusa
para demorar el tema que realmente lo afligía.
–Sí,
varias veces –respondí–. ¿Por qué?
Porque
lo que le había pasado a él –agregó–, nunca antes había
sucedido en ningún otro concurso desde el año cero. Su error había
sido (quizás por vanidad, quizás por dinero) aceptar el trabajo y
después encontrarse envuelto en un maremoto.
Ese
era el tema, entonces. Pero me costaba entenderle. Pronto, sin
embargo, soltaría el cristalino chorro que trizaría mi confusión.
Ese chorro me dejaría pasmado.
Mi
amigo insistió que no exageraba, que enseguida comprendería la
causa de su desasosiego. Era un escritor meticuloso y obsesivo que
había logrado cierta reputación con dos novelas y cuatro
colecciones de cuentos. Era demasiado exigente con su estilo y, muy a
pesar de su editor, implacable en las correcciones de último
momento. Mientras revisaba uno de sus libros en busca de errores se
afectó tanto su visión que estuvo forzado de consultar tres
oculistas en un mismo mes.
Por
fin Eduardo me relató que lo habían visitado para ofrecerle una
notable suma de dinero como jurado de un concurso de cuentos. Le
pareció un sueño desopilante. El patrocinador era una nueva cadena
de supermercados. La insólita propuesta, sin embargo, le generó
ambivalencia, porque no estaba mal que los poderosos estimulasen la
creación artística, y tampoco estaba mal que él recibiese un
suntuoso cheque; pero le producía malestar que se explotase la
literatura para atraer clientela. Era un poco... ¿cómo decirlo?
–frotó los dedos– “degradante”.
Lo
interrumpí para comentarle que recordaba los carteles que llenaron
la ciudad anunciando ese concurso.Su cabeza asintió con mejor humor:
lo aliviaba recibir el apoyo de mi memoria. Lo que me estaba contando
no era invento. Más aún, aquella propuesta le generó una
turbulencia de contradicciones: asociar supermercados con escritura
creativa, un antiguo género literario con alimentos en serie,
fantasía con salchichas, le sonaba disonante, muy disonante. Pero
también se dijo que era de necios estar disgustado: una franja de la
misma literatura es ahora producto industrial y los cuentos y novelas
se venden en los supermercados junto a calzoncillos, jabones, pan o
fiambre.
Se
dio golpecitos en la cabeza y repitió que era él quien había
quedado atrás en el tiempo.
Para no dilatar la historia, Eduardo pasó al día en que aceptó el contrato. El poderoso gerente, sentado tras un escritorio vasto como una pista de aterrizaje, se dio categoría de entendido en artes. Luego calculó un jugoso adelanto, que le tendió con una sonrisa llena de dientes. Eduardo leyó la cifra y deslizó el cheque a su excitado bolsillo. Sentía placer y vergüenza al mismo tiempo. Era evidente que había aceptado esa tarea por dinero exclusivamente, y que sólo le interesaba el dinero; en el fondo de su corazón anhelaba que el bastardeado concurso terminase pronto y pudiera olvidarlo cuanto antes. Porque, además del dinero, había también algo que producía espanto: entre las condiciones que fijaba el reglamento se estipulaba un único, inevitable y ridículo tema: “El Supermercado en el Mundo de Hoy”. ¿Quién podía escribir algo medianamente meritorio sobre tan pedestre asunto? La inspiración era castrada con un golpe de sable desde el vamos. A lo sumo se podía redactar un hipócrita panegírico, una oda escolar, un ensayo bruto. Pero, ¿un cuento? No, jamás. Sin embargo, ocurría que al gerente y a sus superiores lo único que les importaba era vender productos, llenar las góndolas de enceguecidos compradores y hacer sonar las cajas registradoras con un ritmo de galope. Por sus crematísticos cerebros no cruzaba la idea de que a mucha gente le gustaría escribir sobre temas que no incluyesen pepinos, latas de arvejas y rollos de papel higiénico. Por el contrario, ellos estaban seguros de que lloverían los participantes gracias a la intensa publicidad que se daría al concurso y la suma de dinero que se llevaría el ganador. Hasta podían surgir genios –dijo el gerente– “que convirtiesen el supermercado en un subgénero de la gran literatura”. ¿Por qué no? ¿Acaso la literatura no escarbó en las glorias y las miserias, en la opulencia y la orfandad, en la guerra, en el sexo, en el hambre, en la saciedad? Era hora de hacerlo sobre las nuevas formas de comercialización.
Para no dilatar la historia, Eduardo pasó al día en que aceptó el contrato. El poderoso gerente, sentado tras un escritorio vasto como una pista de aterrizaje, se dio categoría de entendido en artes. Luego calculó un jugoso adelanto, que le tendió con una sonrisa llena de dientes. Eduardo leyó la cifra y deslizó el cheque a su excitado bolsillo. Sentía placer y vergüenza al mismo tiempo. Era evidente que había aceptado esa tarea por dinero exclusivamente, y que sólo le interesaba el dinero; en el fondo de su corazón anhelaba que el bastardeado concurso terminase pronto y pudiera olvidarlo cuanto antes. Porque, además del dinero, había también algo que producía espanto: entre las condiciones que fijaba el reglamento se estipulaba un único, inevitable y ridículo tema: “El Supermercado en el Mundo de Hoy”. ¿Quién podía escribir algo medianamente meritorio sobre tan pedestre asunto? La inspiración era castrada con un golpe de sable desde el vamos. A lo sumo se podía redactar un hipócrita panegírico, una oda escolar, un ensayo bruto. Pero, ¿un cuento? No, jamás. Sin embargo, ocurría que al gerente y a sus superiores lo único que les importaba era vender productos, llenar las góndolas de enceguecidos compradores y hacer sonar las cajas registradoras con un ritmo de galope. Por sus crematísticos cerebros no cruzaba la idea de que a mucha gente le gustaría escribir sobre temas que no incluyesen pepinos, latas de arvejas y rollos de papel higiénico. Por el contrario, ellos estaban seguros de que lloverían los participantes gracias a la intensa publicidad que se daría al concurso y la suma de dinero que se llevaría el ganador. Hasta podían surgir genios –dijo el gerente– “que convirtiesen el supermercado en un subgénero de la gran literatura”. ¿Por qué no? ¿Acaso la literatura no escarbó en las glorias y las miserias, en la opulencia y la orfandad, en la guerra, en el sexo, en el hambre, en la saciedad? Era hora de hacerlo sobre las nuevas formas de comercialización.
Eduardo
lo miró aterrorizado. Al cabo de dos meses ya había gastado la
mayor parte del anticipo. No obstante, le satisfacía advertir que no
llegaban trabajos. Le quedaba la esperanza de que el concurso fuese
declarado desierto, le pagasen el resto de sus honorarios y toda esta
complicación se convirtiese en polvo. Pero entonces apareció un su
domicilio una caja de cartón, hinchada y vibrante, como si
contuviese animales vivos. Albergaba veintiocho cuentos precedidos
por un amable mensaje del gerente de relaciones públicas. Quedó
atónito, porque veintiocho cuentos sobre un tema tan idiota le
parecía una epopeya que merecía incluirse en el libro Guinness de
los hechos extraordinarios. Seguro que eran páginas llenas de basura
ansiosa por ganar dinero, de tan mala conciencia como fue la suya al
firmar el contrato.
Sacó
las carpetas, unas de tapas duras y otras blandas, unas más gruesas
y otras más brillantes. Le sorprendieron algunos títulos:
“Panqueques y miel”, “Un paseo en colores”, “La felicidad
de los carritos”, “Dieta mágica de los aficionados al
supermercado”, “Góndolas de ensueño”, “Deseo erótico en
lata”. Su primera reacción fue cerrar esa caja de Pandora por
varios minutos para impedir que su pestífero interior saliese
convertido en el genio del mal. Después rompió el mensaje del
gerente en pequeños trozos y los arrojó enojado al tacho de basura.
Se sentía vencido. No sólo ya había candidatos al premio,
dispuestos a estrujar su imaginación con las banalidades del
supermercado, sino títulos con gancho. Era increíble. Se devanó el
cerebro para encontrar la fórmula que le permitiese romper el
contrato sin tener que reintegrar el anticipo. Definitivamente, se
negaba a enterarse de lo que estaba escrito en esas malditas
carpetas. Aunque exhibían títulos ingeniosos, seguro que las
llenaba mondongo podrido u otras emanaciones igualmente mortales.
Después de una semana, ojeroso y tenso, abrió de nuevo la caja. Aparecieron más nombres curiosos, algunos provocativos: “Jesús se va de compras”, “El supermercado extraterrestre”, “Aventuras de un hombre enlatado al vacío”, “El bebé de los depósitos”, “La virulana de un senador”.
Por fin, cerrando los ojos, eligió un cuento al azar: “La victoria de Samotracia”. Se sintió aliviado, sólo un poco, pero aliviado de veras. Porque esas palabras le generaron asociaciones históricas, referencias al arte, alejamiento de la vulgaridad. Quizá fuese el único trabajo verdaderamente meritorio.
Después de una semana, ojeroso y tenso, abrió de nuevo la caja. Aparecieron más nombres curiosos, algunos provocativos: “Jesús se va de compras”, “El supermercado extraterrestre”, “Aventuras de un hombre enlatado al vacío”, “El bebé de los depósitos”, “La virulana de un senador”.
Por fin, cerrando los ojos, eligió un cuento al azar: “La victoria de Samotracia”. Se sintió aliviado, sólo un poco, pero aliviado de veras. Porque esas palabras le generaron asociaciones históricas, referencias al arte, alejamiento de la vulgaridad. Quizá fuese el único trabajo verdaderamente meritorio.
“¡Pero
Eduardo, qué pedazo de imbécil sos!” se gritó a sí mismo
enseguida. ¿Qué relación podía existir entre la victoria alada y
un supermercado? ¿Qué podía vincular fogonazos de la civilización
helénica con ramplonerías de nuestros ignorantes mercaderes? Era
evidente que el título era una simple y desvergonzada trampa, una
redonda mentira. O, pensó después, un ardid de primera. Debió
haberla escrito alguien talentoso, capaz de inventar puentes
inéditos. A lo mejor era posible que la Victoria de Samotracia
resonara de alguna forma en la mediocridad de nuestra época.
Depositó
la carpeta sobre sus rodillas y se rascó el pelo. ¿No habrá sido
él quien se retrajo a una posición demasiado reaccionaria? ¿Por
qué se negaba a reconocer los cambios que aparecían en la sociedad?
Los supermercados no eran únicamente el negocio de sus propietarios,
sino el trabajo de sus empleados y el sitio adonde concurren millares
de personas para aprovisionarse o distraerse. ¿Por qué no valorar
como material literario legítimo a las experiencias y las fantasías
inspiradas en quienes llenan o vacían estantes, recorren góndolas
relucientes, cargan carritos y eligen luminosos envoltorios?
En ese momento –reconoció Eduardo– se empezó a distender. Metió sus manos de nuevo en las vísceras de la caja y sacó otras palpitantes carpetas: “El supermercado del infierno”, “Libreta de almacenero para viajar a otra galaxia”, “Amor entre chocolates”, “La cajera prodigiosa”, “Asesinos en vino blanco”.
En ese momento –reconoció Eduardo– se empezó a distender. Metió sus manos de nuevo en las vísceras de la caja y sacó otras palpitantes carpetas: “El supermercado del infierno”, “Libreta de almacenero para viajar a otra galaxia”, “Amor entre chocolates”, “La cajera prodigiosa”, “Asesinos en vino blanco”.
–¿Te
das cuenta? –me dijo–. Había audacia, vuelo creador. Yo era el
jurado, pero los participantes del concurso demostraban que eran más
libres y más innovadores de lo que yo mismo hubiera podido imaginar.
Eduardo
contó que su nivel de asombro trepó al cenit cuando recibió una
segunda caja con otros treinta y seis cuentos. Su mujer, Irene, que
lo acompañaba con firme cariño en esta difícil situación, trató
de consolarlo. Ambos reconocían que el gerente no se había
equivocado y que la buena publicidad, el tentador premio y el vulgar
tema se anudaron de una forma impresionantemente magnética. En la
segunda caja llegó otro mensaje del gerente, en el que advertía que
pronto le serían enviados a Eduardo el resto de las decenas de
cajas.
¡¿Cómo?!
¿Decenas de cajas? ¿Centenares de cuentos? ¿Todos ellos inspirados
en esa mierda de tema que era el supermercado? No, no, eso era algo
que lo excedía. Veintiocho cuentos, vaya y pase. Treinta y seis
adicionales aún se podían aceptar. Pero... centenares, le harían
explotar el cráneo.
Luego
del cierre de la fecha establecida para la recepción de trabajos, al
domicilio de Eduardo arribaron sesenta y cinco agresivas cajas con un
promedio de treinta carpetas cada una, que totalizaban alrededor de
dos mil cuentos.
¡Es
un abuso! pataleó desesperado. Y así se lo dijo al gerente de
relaciones públicas. Pero el gerente, tras escucharlo con
mansedumbre, replicó feliz: ¡Es un éxito colosal! ¡Ni en nuestros
cálculos más optimistas sospechábamos que participaría tanta
gente!
En
la cabeza de Eduardo comenzaron a revolotear más títulos: “Chupetín
terrorista”, “El hambre sexual de un joven repartidor”,
“Traficantes de huevos”, “El yogurt de la muerte”. Hizo
gárgaras con insultos y los escupió en el inodoro a la cara del
gerente de relaciones públicas que aparecía con miles de dientes en
el fondo oscuro. Ese hombre era la criatura más despreciable y
cínica del planeta, que lo había atrapado con dinero y lo haría
trabajar como esclavo de cloacas. La montaña de escoria que sus ojos
y su sangre debían absorber lo terminará envenenado.
Irene
le habló con dulzura e hizo reconocer que los títulos prometían
momentos rescatables. Lo convenció de empezar a leer y clasificar. A
Eduardo le llevó unos días adicionales decidirse, hasta que por fin
se inclinó sobre la indeseable tarea.
Mientras
leía, Irene colaboraba en mantener ordenadas las amenazantes cajas y
carpetas. Eran invitados intrépidos que tomaban posesión de la
sala, el dormitorio, los pasillos y hasta porciones del baño y la
cocina. Latían con pulso extraño y hasta parecían desplazarse de
un lugar a otro mediante invisibles ruedas. Pronto comenzaron a
apropiarse también de sillas, mesitas y hasta intentaron subirse a
la cama. Irene no se cansaba de volverlos a sus sitios, pero llegó
un momento en que desalojaba el dormitorio, el baño y la cocina
concentrándolos en la sala y los pasillos, para reconocer asustada
que su esfuerzo resultaba estéril porque habían regresado, incluso
a su lecho. Pese a que simulaba calma frente a su
marido, también quería que esa etapa acabase cuanto antes.
Al
terminar cada cuento Eduardo miraba cuántos faltaban aún y se
quejaba de que nunca podría llegar a leer dos mil en el plazo de dos
meses que le había fijado ese gerente hijo de puta. Pero siguió
adelante, como un buey bajo el yugo. Le pareció de fresco ingenio
“Una joya en la remolacha”. Se rió –por fin se rió– con
“Romance veloz en el depósito oscuro”. “Sacarina en
zanahorias” le pareció conmovedor.
(Continua
en la próxima entrega)
Hasta la próxima (?)
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