Ya expliqué en esta entrada de qué se trata.
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Selecciones v7.0
En el
sufrimiento se sueñan fiestas.
Macedonio Fernández, colaboración de la Zapaya
Palabras 1.0
Magda recorta palabras de los diarios,
palabras de todos los tamaños, y las guarda en cajas. En cajas rojas
guarda las palabras furiosas. En caja verde, las palabras amantes. En
caja azul, las neutrales. En caja amarilla, las tristes. Y en caja
transparente guarda las palabras que tienen magia.
A veces, ella abre las cajas y las
pone boca abajo sobre la mesa, para que las palabras se mezclen como
quieran. Entonces, las palabras le cuentan lo que ocurre y le
anuncian lo que ocurrirá.
Eduardo Galeano
e
Una
marcha lenta y uniforme me permitía caminar eternamente sin
cansancio. Luego descubrí que la única forma de llegar a alguna
parte, quiero decir, a algo distinto de aquella vasta uniformidad
plana, era dejar de lado la esperanza y con ella, desde luego, los
recuerdos. Apenas logré desterrar la esperanza vi a lo lejos algo
que me pareció una jungla, o un cielo estrellado. Enfilé hacia allí
pero la ansiedad por llegar me fatigaba y envejecía, y la esperanza
hacía que la distancia que me separaba de aquello sea siempre la
misma. Sólo cuando logré aquietar mi mente, dejarla más o menos
en blanco al descansar en un lugar "simpático", pude
acortar la distancia. Esto generó nuevamente la ansiedad, y así mi
viaje se transformó en una interesante lucha contra mis
sentimientos; mientras tanto, el objetivo se iba acercando. Pude ver
que se trataba en realidad de un vasto lugar repleto de figuras
geométricas, predominantemente polígonos. Por fin pude llegar y
penetrar en esa zona.
Novela Geométrica, Mario Levrero
Mario Levrero |
Vuelo de noche
No necesito escribir, es apenas un
ejercicio, una forma de matar el tiempo, de ganarle, de impedir que
él me mate a mí. Necesito decirlo, el hecho me hace pensar de otra
forma. Casi comprender. Decidir.
Camino de un lado a otro hablando sin
hablar. Contando sin decir.
Espero
con ansias aquella llamada que va a cambiarme la vida, la que me
queda. Salvarme la vida. Hacérmela digna. He sufrido y trabajado
demasiado. Debería obtener lo mío, el sacrificio está hecho.
Hoy puede ser un gran día, o uno
pequeño, o el primero, o el último, el teléfono dirá.
Me he imaginado una infinita cantidad
de diálogos posibles. Todos elogiosos, felicitaciones, buenas
noticias.
No
sé si puedo resistir la espera, la llamada debe ocurrir pronto. No
he dormido en toda mi noche, temeroso de no despertar por alguna
razón. Esperé todo el día, por eso me arden los ojos. En un
momento será nuevamente de noche. Cada instante me aterra, no sé si
mañana voy a estar vivo según haya o no recibido esa llamada. Mi
dignidad está vencida, mañana vence la luz, la próxima semana el
gas. Por suerte me prestaron plata para el teléfono; anda de verdad,
no crean que estoy loco como Gupi Golber.
Gracias
a quién sabe quién, mi fortuna me mantiene con una salud
envidiable, ningún percance que entristezca mi pasar. Sobrevivo
duramente como hierba mala. Como la resignación de las plantas que
crecen en las canaletas tapadas o entre los ladrillos de los
tapiales.
No
tengo nada que hacer, nada en que pensar, nada que leer, nadie viene
a verme, no tengo ganas de salir. Sólo la espera me aburre y a la
vez me entretiene. El tiempo es una montaña que me aplasta, pero no
del todo, sólo me hace agonizar, me mantiene vivo para eso. No puedo
superar esto, estoy desesperado, es muy difícil no saber si mañana
voy a estar respirando o no.
Por
eso decido aclarar las cosas, despejar todas esas dudas que carcomen
mi cerebro. Cortar por lo sano, que se jodan los demás, los que me
ignoraron. Mi disparo no fue certero, me equivoqué al usar mi mano
derecha. Un acto reflejo se interpuso, traidor como el tiempo y mis
amigos. ¿Son mis oídos los que retumban? Tardo un instante en
perder el conocimiento. Un maldito y abominable instante. Algo más
que el olor a pólvora se presenta en mi habitación. Resuena después
que el eco emboca en el hueco de la ventana. No es el crepúsculo. Es
una onda que sacude el aire a nivel microscópico. Conocés la
naturaleza de esa estridencia, la has escuchado miles de veces,
millones. Como yo.
Creo que es ella la que muere cuando
todo es negro.
Extiendo mis alas.
Patricio Peralta R
Viaje a Juárez
El micro salió desde la terminal a
las 5:45. Yo iba a una ciudad -Barker, se llamaba-, que estaba a unos
30 kilómetros de Benito Juárez. En diez días tenía que encontrar,
junto a un grupo de estudiantes de teatro, y mediante la
investigación de datos históricos y anécdotas del lugar, un texto
para una posible propuesta dramática. Solamente llevaba el título
del trabajo: ¿QUIÉN ES BARKER?
Mientras caminaba por el pasillo hacia
los asientos del fondo (los cinco estaban vacíos) crucé una mirada
con una mujer que estaba por la mitad del micro. Pensé que su
nombre era Marta. Por el piloto cruzado y el pelo lacio que le caía
hasta las solapas, le agregué Helena. María Helena, me dije, y
comencé a leer los primeros titulares del diario, olvidándome del
asunto.
El micro se movía de manera blanda
por calle 44, y cuando llegamos al cruce con la Ruta 2, sentí sobre
el costado izquierdo de mi cara 1os primeros rayos de sol y me dormí.
Me despertaron las
voces de asombro de los demás pasajeros, quienes a ambos lados del
micro, miraban algo por las ventanillas. Yo también miré, pero la
luz del sol que rebotaba en el agua me hizo doler los ojos y fui
hacia el lado derecho. Marchábamos sobre una gran extensión de
agua marrón que desbordaba y cubría la ruta. A no más de 40
kilómetros de velocidad y con las ruedas sumergidas hasta la mitad,
el micro iba dejando una estela como si fuera una gran nave. La
situación me pareció parte de un sueño,
sobre
todo al sentir a mi costado la presencia de la mujer con la cual
había cruzado una mirada por la mitad del micro cuando subí rumbo
a Juárez. Se acercó aún más a la ventanilla y a mi cara, y sentí
su respiración ansiosa junto a mi oreja. La mujer intuía algo y me
contagió la sensación. Ahora ambos estábamos
arrodillados sobre el asiento, y sentí su cuerpo a través de la
ropa como si estuviéramos desnudos. En una lomada donde había un
pequeño molino plateado, y en donde el agua todavía no llegaba, una
piara de chanchos con sus crías miraban la escena de la nave qué
cruzaba el agua y se zambullía hacia nosotros.
Los chanchos, con sus pezuñas, se
iban degollando al nadar. Detrás de la estela de agua explotaban
silenciosamente, dejando una mancha de sangre. Las manos de la mujer
y las mías, ahora entrelazadas y húmedas, buscaron mantenerse a
flote de la escena, y luego fueron las miradas y los labios para no
hundirnos. Los chanchos pataleaban en el agua: morían sin saberlo;
nosotros comenzamos a desnudarnos para cumplir un último rito
decisivo. Ahora ya estábamos tirados largo a largo en el asiento, y
era todo saliva y transpiración. Sin embargo, no emitíamos ningún
sonido para que los demás pasajeros no vieran la escena. Hasta que
hubo un momento en que olvidarnos el entorno, ya uno dentro del otro
comenzamos a gritar como animales. Todos miraron hacia atrás, pero
en lugar de asombrarse al ver la escena, los gestos fueron de alegría
tribal: había que matar a ese par de chanchos que, por rara
casualidad, habían ido a parar a los asientos del fondo del micro.
Alguien me pegó en los riñones con una madera y luego sentí una
patada en las costillas. Nos cegaron cubriéndonos con sacos y
tapados y comenzaron a saltar sobre nosotros a los gritos. Estaba
aún vivo cuando sentí una soga en los tobillos para colgarme de un
pasamanos que había en el techo del micro. Quedé bamboleándome
cabeza abajo con mi cuerpo fofo como una pelota de trapo mojada.
Frente a mí, desnuda y muerta, con el pelo lacio y rojo de sangre,
la mujer giraba sobre sí misma, colgada también del techo. Quise
decir algo, y solamente un coágulo de saliva y sangre salió por el
hueco de lo que había sido mi boca. Entonces sentí una patada en
el hombro y un grito. Abrí un ojo amoratado y vi al hombre que con
una falsa sonrisa me decía que ya estábamos en Juárez.
Ricardo Ibarlin
Sopla el viento, Bocha, sopla
Los perros ladraron diferentes, casi
chillaron como un hombre asustado.
A la mierda,
acá debe haber algo.
Buscó entre algunas jarillas, que
parecía increíble que aún existiesen. Al tocarlas largaron su olor
particular. El Bocha pensó que después las cortaría para un asado
con gusto especial. Sus ojos oscuros miraban tratando de taladrar los
yuyos.
Los
perros gruñeron al encontrar la zapatilla casi escondida debajo de
la tierra suelta y seca. Comenzaron a escarbar hasta que salieron los
restos de un pie y después los restos del cuerpo. El Bocha sin poder
controlarlo, largó el vomito encima. Era el loco Lucho. Reconoció
perfectamente la ropa, esa, tan de pituco del barrio Dalvian que le
gustaba usar. Hacía un mes que lo buscaban, él y la policía. Por
esa zona pasó veinte veces y ahora por fin lo encontró. Tenía que
esconderse, sino sería el próximo. El asco fue por el olor
nauseabundo que despedía el cadáver putrefacto. Y tal vez una
cierta lástima. En aquel ambiente no se sentía demasiado una
pérdida, prevalecía el miedo y el anhelo de no ser el próximo. Una
cultura diferente. El “trabajo” los hacía duros, bloqueados, no
había ocasión para nada más. El Bocha y el Loco, con su forma de
ser, lideres autoritarios, despertaban temor, averiguaban convidando
una cerveza, dando porros, suministrando armas caseras y de las
otras, diciendo que andaban en la pesada, siempre con unos pesos en
la mano, así, conseguían los datos. Creían que nada podía
pasarles, eran amigos de la cana. En La Alumbrada todos conocían los
códigos, sabían que nadie podía confiar en nadie, se la jugaban a
cada instante. El significado de la vida era sobrevivir, cada
instante era rico en urdir estrategias para lograrlo.
Ahora
el Loco estaba ahí, por la mitad, comido por las alimañas del campo
y los perros cimarrones. Miró para todos lados, escuchó un viento
frío, que soplaba semejando silbidos.
El
tableteo interrumpió los sonidos de los ladridos y hasta el soplar
del ventarrón Solo quedó un remolino furioso que levantó la
tierra seca, cubriendo los cuerpos. La mano inerte del Bocha quedó
prendida al cadáver de uno de los perros, que, sangrantes, con los
ojos abiertos igual que los del hombre, parecían mirar el cielo para
entender porqué.
Lila Levinson.
La vida color de rosa
Si quiere ver la vida color de rosa
eche Veinte Centavos en la ranura: es como en la vieja canción, pero
con la inflación los Veinte Centavos no pueden ser siempre veinte
centavos. Por eso en mi casilla vendo cospeles que dicen Veinte
Centavos. Los cospeles de Veinte Centavos aumentan de precio
constantemente, no sólo por la inflación sino porque hay mucha
gente que quiere ver la vida color de rosa, pero siempre dicen veinte
centavos y son como un atisbo de estabilidad en medio de tantos
cambios. Esa estabilidad es una mentira, pero en el parque de
diversiones todo es una mentira y el que piense lo contrario es un
hipócrita o se equivocó de lugar.
Juegos Malabares, Carlos Gardini
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