Carlos Gardini, Buenos Aires, 1948- 2017
Ganador en dos oportunidades del premio UPC de ciencia ficción.
la revista Axxon lo refiere:
"..a pesar del bajón económico y la difícil situación laboral (él no es una excepción a esa regla general de los argentinos), Carlos sigue escribiendo y tocando puertas. Las "grandes editoriales" con
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Carlos Gardini |
Relato publicado en la revista El Péndulo
Cesarán las Lluvias
Los
muertos caían y caían.
Las
lluvias habían empezado mucho tiempo atrás, ya nadie recordaba
cuándo. En ciertos días arreciaban más que en otros, y los
muertos, aunque distanciados por espacios regulares, caían sin
cesar. Nunca había consecuencias graves. Los muertos jamás mataban
a nadie. Pero a Helena la seguían horrorizando, y Martín hubiera
hecho cualquier cosa para consolarla. No era aprensión, no era
miedo. Era horror puro y simple, un horror que se expresaba en asco.
Le repugnaba verlos caer desnudos en el barro, las bocas
grotescamente abiertas. Después pasaban los días y la carne se les
ablandaba, se les disolvía como cera, y los muertos se iban
derritiendo en el suelo. Todos caían desnudos, pero todos eran
iguales. Algunos eran viejos y plácidos, otros eran jóvenes y
violentos; los había enteros, y mutilados, y escaldados, y
descuartizados, y congelados.
Una
vez, cuando Helena y Martín estaban en un campamento, un viejo
desdentado comentó:
—Son
los muertos de la historia.

Como
casi todo el mundo, Helena y Martín habían dejado las ciudades. En
el cemento los muertos también
se disolvían, pero era diferente. La carne no se fundía con la
tierra. Se pudría más despacio, y en las ciudades el tufo a muerto
era inaguantable, y además daba pena ver muertos descomponiéndose
de esa manera. En el campo la lluvia de muertos abonaba la tierra, y
crecían árboles y plantas de formas extrañas. La gente se
alimentaba de esas formas.
Martín
temía admitirlo y nunca lo habría dicho en voz alta por temor a
confirmarlo, pero sospechaba que esas formas extrañas eran de
órganos humanos.
Huían
de los muertos. Emigraban. Como tantos otros, buscaban una región
donde no hubiera más lluvias de muertos, donde el ruido blando que
hacían los cuerpos al chocar contra el suelo no les cortara el
sueño, ni el hambre, ni las ganas de amar.
—Alguna
vez cesarán las lluvias en alguna parte —decía Martín
acariciando el pelo de Helena mientras miraban los muertos desde un
refugio armado con piezas de autos, o desde un galpón abandonado, o
desde una estación de servicio descascarada—. Y no tendremos que
aguantar más este espectáculo horrible, ni soñar con estas cosas.
—Yo
no sueño nada —decía Helena—. Es como si el horror me hubiera
cortado los sueños.
Y
Martín callaba, casi avergonzado, pues él tampoco soñaba, pero ni
siquiera sentía horror. Sólo buscaba a tientas un modo de animarla,
pero en realidad no sabía contra qué. Se guiaba únicamente por una
intuición. Algún muerto caía cerca, despatarrado, la boca abierta
y ensangrentada, y los dos miraban y sonreían con tristeza.
—Quiero
que me jures que va a terminar —decía Helena en un arranque de
rabia—. Quiero que me jures.
Martín
murmuraba una promesa, y se dormían, y al día siguiente reanudaban
la marcha. Al principio cargaban provisiones, latas, o botellas, o
los frutos de las plantas-de-muerto, como las llamaban casi todos los
emigrantes, pero después empezaron a viajar sin bultos. Era un
alivio, pero también un indicio de desesperanza. No tenían que
llevar nada ni preocuparse por la comida precisamente porque los
muertos lloverían dondequiera fuesen y siempre habría plantas.
A
menudo se cruzaban con emigrantes que viajaban en dirección
contraria. Intercambiaban noticias funestas y miradas de desconsuelo,
comían juntos, y después cada viajero retomaba su rumbo como si lo
que el otro había dicho no tuviera ningún asidero; quizá
desconfiaban, quizá querían creer que había un error, quizá
tenían la esperanza que las lluvias cesaran para cuando llegaran
ellos, pero nadie se hacía tantos cuestionamientos, ni se ofendía
cuando los demás desoían sus consejos.
—¿De
dónde viene? —le preguntaban a un viajero.
—Del
sur. Mucha lluvia, en el sur. Y plantaciones enteras, cargadas de
frutos. Ahora iba a tomar para el oeste, para probar suerte allá...
—Nosotros
venimos del oeste. Muy malo, también.
—Habrá
que seguir probando. ¿Para dónde van ahora?
Señalaban
el sur. Y después de compartir una comida o un té hecho con las
plantas-de-muerto, cada cual seguía su rumbo tras una despedida
cortés.
A
veces se formaban campamentos en algún valle, o cerca de una ciudad.
Los campamentos eran casi permanentes, pero la gente cambiaba de un
día para otro. Era curioso que se formaran cerca de las ciudades,
pero así eran las cosas. Nadie vivía en ciudades, pero a todos les
gustaba mirarlas de lejos. Eran como un lazo con el pasado, aun para
los que antes vivían en el campo.

—¿Usted
cree que habrá un lugar sin lluvia?
A
pocos metros llovió un muerto, un adolescente rubio de piel blanca.
El de la barba roja lo miró con cierto rencor.
—No
sé ni me importa —rezongó—. Yo viajo por viajar.
Hablar
así era una grosería. Muchos viajaban por viajar, pero pocos lo
decían. Pocos expresaban en voz alta que estaban seguros que era
igual en todas partes, siempre cadáveres que llovían y llovían, y
que no tenía sentido andar de aquí para allá.
Pero
todos seguían. Era una distracción, una esperanza, un modo de pasar
los años.
Y
Martín y Helena iban de aquí para allá, alentaban la esperanza que
habían creado. Quiero que me jures que va a terminar, decía ella
como en trance. Pero no podía decirse que no fueran felices. Había
tanta gente sola, tanta gente que sólo buscaba amigos para compartir
una cena o amantes para compartir una noche, que en medio de tanta
lluvia y soledad dos seres que se amaban tenían que ser felices de
algún modo. Eran una excepción, como ese hombre que viajaba por
viajar. Tal vez por eso, porque viajaba por viajar, lo encontraron de
nuevo al cabo de un tiempo. Ellos sabían que era mucho tiempo
después, porque amándose habían acumulado recuerdos, esos
recuerdos que se adhieren como pólipos a la memoria y el cuerpo de
los que se aman, esos recuerdos-chuchería que nadan en un limbo
impreciso, sin identidad, pero que juntos forman tiempo, tiempo
sólido y firme. Era una forma de medir, y ya que nadie trabajaba,
nadie sembraba ni cosechaba nada, todo era viajar y viajar, muertos
fundiéndose con la tierra, cualquiera forma de medición era algo.
De
nuevo les llamó la atención la barba y se le acercaron. El hombre
no los reconoció al principio.
—Ah,
ustedes —dijo al fin. Y añadió con una sonrisa socarrona—:
¿Encontraron lo que buscaban?
No
contestaron. Después de una pausa de silencio, Helena preguntó,
casi acusatoriamente:
—¿Y
usted sigue viajando por viajar?
Dieron
media vuelta y siguieron andando.
Pronto,
pronto, le decía Martín mientras caminaban. Pronto terminará todo.
—Pronto,
vas a ver. No puede durar para siempre.
—¿No
puede? Pero dura y dura. Son años, Martín. Años. Ese hombre...
—¿Qué
hombre?
—El
de la barba roja. ¿Cuánto hacía que lo habíamos conocido?
—Años
—concedió Martín—. ¿Por qué?
—Estaba
igual. No había cambiado nada. Ni la ropa le había cambiado. Es
raro, antes no me había fijado porque nunca volvemos a ver a la
gente. Uno siempre viaja y viaja. Pero él estaba igual. Y entendí
que nosotros también estamos iguales.
—¿Y?
—¿Alguna
vez viste morir a alguien? Desde que empezó la lluvia, digo. ¿Oíste
que alguien hablara de muertos, de sus propios muertos?
—Sigo
sin entenderte.
—Es
fácil de entender. Nunca se ve morir a nadie. Se ven llover muertos,
pero nunca muere nadie. Y nunca se ve nacer a nadie, y nunca se ven
mujeres embarazadas.
Caminaban y caminaban. Oían plop plop en el barro. Las plantas-de-muerto cubrían los montes. Vivir era eso, caminar y caminar, y plop plop en el barro. Alguna vez va a terminar, decía Martín.
Helena
parecía cada vez más triste. Un día rompió a llorar de golpe.
Estaba inconsolable, y Martín se sintió desconcertado, porque las
cosas nunca habían llegado tan lejos. Estaban sentados en unas
piedras, frente a una ciudad abandonada. Los edificios mugrientos se
recortaban contra el cielo blanco. Ya va a terminar, decía Martín,
y ella sacudía la cabeza. Frente a la ciudad había gente. Era raro
ver a Helena tan desanimada, y sin embargo las lluvias parecían
haber amainado un poco últimamente.
—Martín
—dijo al fin, moqueando—, me parece que estoy embarazada.
Martín
se echó a reír, abrazándola.
—No
tengas miedo. Todo va a salir bien.
—No
tengo miedo por el embarazo. Tengo miedo que se note.
—¿De
qué estás hablando? —dijo Martín. Señaló el grupo de gente—.
Además hoy tenemos compañía. Podemos celebrarlo con una fiesta.
—No
creo que esa gente esté para fiestas, Martín. Ni creo que nos
convenga. ¿No ves lo que están haciendo?
Martín
miró con más atención. Bajo un cielo limpio, entre
plantas-de-muerto marchitas, enterraban a alguien.
—Un
entierro —dijo Martín, acariciando el vientre de Helena.
Helena
le acarició la mano y ambos echaron a andar en dirección contraria.
Carlos Gardini
Gracias por difundirlo, porocuparte de subir la foto, no conocia nada de su obra
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